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Un movimiento revolucionario como el de 1810, que triunfa, que consagra la independencia política de un vasto territorio, que sienta las bases de su organización definitiva sobre principios que resultaron inconmovibles, merece ser estudiado no solo a través de los acontecimientos concretos en que se fue realizando, sino también en el plano profundo de las aspiraciones y los ideales que lo condujeron y de las directivas conscientes —cumplidas o no— en que cristalizaron. Este examen es particularmente fértil, porque demuestra qué nexos vinculan los fenómenos locales de la Historia americana con la densa madeja que teje —a principios del siglo XIX— la Historia de Europa, y permite seguirlos no solo en el plano de los hechos concretos sino también en aquel plano profundo de aspiraciones y de ideas; este examen demuestra, además, las conexiones profundas que puede haber entre las ideas revolucionarias y la acción que resultó de ellas y de su contacto con la realidad; puede indicar, finalmente, qué caracteres peculiares revistieron esas concepciones, originadas en países de cultura muy diversa de la cultura española de ese tiempo como eran Inglaterra y Francia, pero recibidas en América no solo por la vía directa de los publicistas de esos países sino también por la vía indirecta de los publicistas españoles que, al reelaborarlas, les habían impreso un sello característico y más semejante al que tenía la formación política de los americanos.
La Historia ha conocido muchas revoluciones que nacieron como producto del juego de ciertas fuerzas sin que una mente reflexiva intentara sistematizar, exponer y divulgar la interpretación de la realidad a que esa revolución correspondía. Pero las revoluciones que se producen al finalizar la Edad Moderna —la de los Estados Unidos, la francesa de 1789, la de las colonias hispanoamericanas— se vinculan estrechísimamente al sistema de ideas elaborado por esa fecunda época del pensamiento que corre entre el Humanismo y el siglo XVIII; su desarrollo parece dirigido de manera rígida y segura por las nociones que ella había elaborado acerca de la naturaleza de la vida histórica, de la naturaleza del poder político, de la naturaleza de las relaciones económicas y sociales. Donde la relación se muestra más evidente es en el movimiento francés del ‘89; las directivas de la acción política se conforman allí a un esquema predeterminado de la vida histórica, y lo que postulaba la filosofía iluminista del siglo XVIII se proyecta sobre las decisiones de la Asamblea Nacional, de la Convención o del Comité de Salud Pública. Esta relación estrecha entre las doctrinas y la acción habrá de advertirse también en los movimientos hispanoamericanos, pero sus términos no son idénticos a los que se observan en el movimiento francés: este matiz esta dado, precisamente, por la doble vía por que tienen acceso a América las ideas iluministas.
Es sabido el entusiasmo general que, fuera de algunos estrechos círculos reaccionarios, produjo en América el estallido del movimiento francés y la afirmación de los principios de libertad que sostenía. Dos hechos, sin embargo, lo moderaron poco a poco: el régimen del Terror y, en especial, la condena capital de Luis XVI, por una parte, y el advenimiento de la dictadura napoleónica, por otra. Estos dos hechos se interponen entre 1789 y 1810, y su gravitación decide la contienda entre extremistas y moderados a favor de estos últimos: los moderados, en efecto, y no los jacobinos, son los que habrán de dar el tono revolucionario en las colonias del Río de la Plata.
Fueron diversas circunstancias nacidas de la realidad histórico-social las que precipitaron los movimientos de independencia: ante todo la crisis de la monarquía , que acentuaba de manera fácilmente perceptible a principios del siglo XIX el proceso de disgregación que sufría el Imperio desde hacía bastante tiempo; lo precipitaban, además, la terrible depresión económica a que condenaba a las colonias la absurda política fiscal, evidenciada, sobre todo, por las óptimas consecuencias que tenía, en otras partes, la aplicación de una política liberal ; y lo evidenciaba a los ojos de los grupos criollos preocupados por el destino de estos territorios, una sabia propaganda en la que coincidían dos potencias, entonces enemigas, pero concordantes en sus orientaciones político-económicas: Inglaterra y Francia. Estas circunstancias precipitaron los movimientos de independencia y sus actores fueron los grupos criollos ilustrados, de cultura moderna, atentos a las cosas europeas y saturados de su pensamiento, pero orientados, gracias a la experiencia francesa ya señalada y a las particularidades de su formación, hacia una política moderada.
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