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Durante, e incluso antes de empezar a hacer ejercicio, nuestro cerebro se prepara para actuar. Se empiezan a apagar las funciones animales de reposo y se ponen en marcha las funciones animales de acción. Mejoran el nivel de alerta y la predisposición para actuar. Se liberan adrenalina y noradrenalina, primero a través del sistema nervioso, y después desde la glándula suprarrenal. Además de éstas, también participan otros mediadores químicos como el cortisol, la testosterona, la hormona del crecimiento y otros, que regulan las funciones de distintos órganos y coordinan las respuestas cuando desarrollamos actividad física.
Vamos a mencionar solo algunas de ellas centrándome en las que son relevantes en el paciente cardiológico.
A nivel respiratorio, la ventilación aumenta progresivamente, primero por una mayor profundidad de las respiraciones y después por un aumento de la frecuencia respiratoria. Esto nos permite extraer del aire más oxígeno para los músculos que están trabajando y eliminar el exceso de CO2 que se está produciendo como consecuencia de la combustión y del mantenimiento del pH de la sangre.
Aumenta ligeramente la cantidad total de sangre circulante cuando el bazo se contrae vertiendo parte de su contenido al torrente circulatorio.
Las arterias de los distintos órganos se contraen o se relajan para aumentar la cantidad de sangre y oxígeno musculares sin perjudicar al flujo cerebral y coronario. De forma general, se dilatan las arterias de los músculos que desarrollan el trabajo y se contraen las de los músculos que están en reposo, las del aparato digestivo, los riñones y la piel. El resultado final es una disminución de la resistencia en la circulación arterial. El retorno venoso también aumenta, por la propia circulación de la sangre, por la compresión de los músculos que atraviesan a su paso y por la succión del corazón.
A nivel cardiaco aumentan tanto la fuerza con la que se contrae el corazón como la frecuencia cardiaca. El aumento de la fuerza de contracción se traduce en un aumento de la cantidad de sangre que se bombea con cada latido (de unos 75 ml en reposo a más de 150 ml en esfuerzos intensos). Esto, unido al aumento de la frecuencia cardiaca, sirve para aumentar del volumen de sangre que circula por el organismo en un minuto, que puede pasar de unos 5 litros en reposo hasta los 30 litros en esfuerzos máximos. Quiero hacer un inciso para aclarar que la frecuencia cardiaca de reposo y la frecuencia cardiaca máxima pueden variar mucho de una persona a otra sin que ello signifique que algo va mal.
Este aumento en la actividad muscular del corazón se acompaña de un aumento en la necesidad de oxigeno del propio músculo cardiaco y, por lo tanto, del flujo de sangre a través de las arterias coronarias. En personas con obstrucciones coronarias este aumento del flujo no es posible y se produce una falta de riego a partir de determinadas intensidades que puede derivar en angina de pecho, fatiga o arritmias malignas.
Por eso cuando hacemos una prueba de esfuerzo, vemos como se aceleran la frecuencia cardiaca y la respiración y como aumenta la presión arterial sistólica (la alta) sin un aumento de la presión arterial diastólica (la baja) a medida que aumentan la intensidad del trabajo y la sensación de esfuerzo. El efecto será mayor cuantos más músculos se empleen para hacer un ejercicio.
Los ejercicios de fuerza son algo diferentes. En este caso las arterias que llevan la sangre a los músculos que desarrollan el trabajo, en vez de dilatarse, se ven comprimidas por el propio musculo durante la contracción muscular. El fuerte latido del corazón contra las arterias comprimidas hace que aumenten mucho tanto la PA sistólica como la diastólica a partir de determinadas intensidades de trabajo. La FC aumenta pero de forma muy variable y dependiendo de cómo hagamos el ejercicio (velocidad de ejecución del gesto, ritmo, masa muscular implicada, etc). Tampoco el retorno venoso aumenta de la misma manera que en los ejercicios predominantemente dinámicos.
En general, el esfuerzo físico tiene un efecto antitrombótico pero a partir de determinadas intensidades, la trombogenicidad de la sangre aumenta anticipándose a posibles consecuencias traumáticas durante los esfuerzos más intensos. Esto tiene su importancia en los pacientes cardiópatas porque el aumento de la trombogenicidad, junto a la deshidratación, pueden favorecer la formación de trombos en individuos predispuestos. Además, la deshidratación y los cambios bruscos en las concentraciones de electrolitos y el aumento de la temperatura y las hormonas del estrés que se producen con la actividad física también pueden contribuir al desarrollo de arritmias ventriculares.
La medicación de uso habitual en los pacientes cardiópatas interfiere en estas respuestas: