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Koi. Ezequiel Dellutri. Norma Editorial, Bogotá, Colombia (2018)
Yo sé que ustedes no me van a hacer caso, que cuando sepan que este libro ganó el Premio Norma de Literatura Infantil y Juvenil 2018, y que fue seleccionada para la lista “White Ravens” de este año, la archivarán entre “las cosas que leen los niños” y se perderán esta oportunidad increíble, esta novela apasionante.
Yo no leo, ni escribo, “literatura para niños”, me interesa, más bien, la literatura “para todos”, la que es asequible, amena y está escrita para llegar a los demás y tocar su corazón, su sensibilidad. Por eso le huyo a ciertos libros “difíciles” o “para entendidos”, su lenguaje críptico no me interesa.
Ezequiel Dellutri escribe para todos, con una prosa tan transparente que duele, que atraviesa y emociona, con un soundtrack nostálgico e intenso donde Laura, la protagonista de Koi, nos acerca su mundo a través de las canciones icónicas del rock nacional argentino:
“Una vez creí que nada iba a pasarme
Una vez pensé que nadie iba a matarme.
El tiempo pasó
entre rayuelas y cometas
entre un amor y bicicletas
y aunque estuviera sólo sabía jugar
aunque quisiera llorar.
Yo te quería amar y no sabía tu nombre
Te quería encontrar pero no sabía dónde
yo te fui a buscar
quería que todo fuera eterno
se fue el amor
llegó el invierno
y anduve tiritando en cualquier lugar
y sólo pude llorar”.
(Charly García, “Reloj de Plastilina”)
Laura tiene 15 años, un hermanastro con problemas del espectro autista y muchas incógnitas. También tiene una abuela que la ama, una mamá ilustradora, un padre muerto y una nueva oportunidad en la vida. La oportunidad se la da Julián, su hermano, que tiene 13 años y ha vivido encerrado en su cuarto, obsesionado con sus peces de colores.
Tal vez todos tenemos una obsesión, una búsqueda desesperada de algo que nos refleje, nos defina y nos afirme en lo que percibimos ser.
“Y aunque ahí estaba la explicación, no la vi en ese momento. La veo ahora, cuando recuerdo, cuando vuelvo a ese tema que amo, pero que duele.
En una de esas, lo amo porque duele”. (Koi).
Laura quiere saber quién es su papá, por qué no la quiso. Conversa mucho con su mamá, pero esa pregunta sobrepasa a la madre, que vive pidiéndole perdón cuando falla en comunicarse. El humor en esos intercambios es fantástico, totalmente desdramatizado, porque si algo es cierto, es que en familia nos podemos decir muchas cosas, y no podemos vivir como quien anda pisando huevos para no trizarlos.
Cuando se entera de que su padre ha muerto, también, de golpe, se entera de la existencia de su hermano. Y al ir a visitarlo sucede la magia: un vínculo se crea entre los dos, un vínculo reforzado cuando Laura, en un impulso, le regala un shubunkin.
Los peces y la música entonces, -concretamente, el rock argentino-, entrarán a escena, y funcionarán a lo largo de la novela como guías de viaje, como códigos compartidos, como elementos necesarios para la empatía, como le dice su mamá:
“—No sé. Por ahí podés ayudarlo. La literatura y la música pueden funcionar. Nos obligan a ponernos dentro del corazón de otra persona. Por eso hay que leerles a los chicos, recitarles poemas, cantarles. Los ayuda a saber que no son ellos nada más, que hay otras personas en el mundo. El arte nos saca un poco de nuestro ego.
Y nos ayuda, pensé, a saber que no estamos solos”. (Koi).
Laura nos cuenta que aprendió a ser menos egoísta gracias a Julián, que se dio cuenta, gracias a él, que el otro puede vivir en su mundo, pero igual necesita que lo escuchen.
Y este escucharse, este abrirse, que Clara, la mamá de Julián, permite generosamente, hace mucho bien a todos. Descubrirse implica siempre un código, y este código atraviesa la novela con frases y nombres de canciones, al mejor estilo de Nick Hornby: cuando hay que defender a Julián de los abusones de su curso, Laura pone Los redondos; cuando quiere explicar algo indescriptible, trae al flaco Spinetta; cuando comparte, escuchan juntos a Seru Girán, a Sui Generis, al mejor Fito, ése que mi amigo Clau llama “el de los primeros discos”.
Y así, también, una canción cerrará el libro, cuando Laura comience a vivir y respirar de otra manera, junto a Julián:
“Le he pedido tanto a Dios
que al final oyó mi voz
Por la noche a más tardar
yendo juntos a la par”.
(Pappo, “Juntos a la par”).
La metáfora de los peces, además, sirvió de manera especial al autor a explicar el vínculo que quiso generar entre estos dos protagonistas:
“Con ellos, de alguna manera, no se puede generar ningún vínculo verbal o afectivo (no se pueden acariciar). Es decir, los peces reflejan perfectamente cómo están los dos personajes: no pueden hablar, no reciben el cariño que yo buscaría. Y, en cierta forma, tiene que reconstruir su historia a partir de ahí”, sostiene Dellutri. (Entrevista en El tiempo).
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La madrastra de Laura o la mamá de Julián
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