Pero se engaña. Doña Benita es la más feliz de las abuelas, porque vive en compañía de la más encantadora de las nietas: Lucía, la niña de la naricita respingada, o Naricita, como todos le dicen. Naricita tiene siete años, es morena clara, adora las palomitas de maíz y ya sabe hacer unos deliciosos bollitos de yuca. Dos personas más viven en la casa; tía Anastasia, una criada negra casi de la familia, que cargó a Lucía cuando era un bebé, y Emilia, una muñeca de paño con un cuerpo bastante desmañado. A Emilia la hizo tía Anastasia, con ojos de seda negra y cejas tan altas que la hacen parecer una bruja. No obstante, Naricita la quiere mucho; no almuerza ni come sin tenerla a su lado, ni se acuesta sin antes acomodarla en una pequeña red entre dos patas de una silla. Además de la muñeca, el otro encanto de la niña es el arroyo que pasa por los fondos de la arboleda. Sus aguas, muy veloces y cantarinas, corren por entre piedras negras de limo, que Lucía llama las “tías Anastasias del río Todas las tardes Lucía toma su muñeca y va a pasear a la orilla del agua, donde se sienta en la raíz de una vieja acacia para dar migas de pan a los peces. No hay pez de río que ella no conozca; en cuanto aparece, todos acuden con gran familiaridad. Los más pequeños llegan hasta muy cerca; los mayores parece que desconfían de la muñeca, pues permanecen cautelosos, espiando de lejos. Y a tales diversiones dedica horas la niña, hasta que tía Anastasia se asoma a la puerta de la arboleda y grita con voz tranquila: —¡Naricita, te está llamando la abuela!... Una vez… Una vez, después de dar comida a los peces, Lucía sintió los ojos pesados de sueño. Se recostó en la hierba con la muñeca al brazo, y se puso a mirar las nubes que cruzaban por el cielo, formando a veces castillos, a veces camellos. Y se iba ya durmiendo, arrullada por el movimiento de las aguas, cuando sintió cosquillas en el rostro. Abrió los ojos: un pececito vestido de gente estaba de pie en la punta de su nariz. ¡Sí, vestido de gente! Traía casaca roja, chistera en la cabeza y paraguas en la mano… ¡la mayor de las galanuras! El pececito miraba la nariz de Naricita frunciendo la frente, como quien no está entendiendo nada de lo que ve. —Muy blanda para ser mármol. La niña contuvo el aliento por miedo de asustarlo, y así se estuvo hasta que sintió cosquillas en la frente. Espió con el rabillo del ojo. Era un escarabajo, que se había posado allí. Pero un escarabajo también vestido de gente, portando sobrecasaca negra, lentes y bastón. Lucía se inmovilizó aún más, tan interesante le iba pareciendo aquello. Al ver al pez, el escarabajo se quitó respetuosamente el sombrero. —¡Muy buenas tardes, señor Príncipe! —dijo. —¡Salud, maestro Cascudo! —fue la respuesta. —¿Qué novedad trae a Vuestra Alteza por aquí? —Sucede que me rasguñé dos escamas del lomo y el doctor Caracol me recetó aires del campo. Vine a tomarlos en este prado, que es muy reconocido, pero encontré este morro que me parece extraño —y el Príncipe golpeó con la punta del bastón la nariz de Naricita. —Creo que es de mármol —observó. Los escarabajos son muy entendidos en asuntos de tierra, pues viven cavando agujeros. Pero incluso así aquel escarabajo de sobrecasaca no fue capaz de adivinar qué clase de “tierra” era aquella. Se inclinó, acomodó sus anteojos, examinó la nariz de Naricita y dijo: —Muy blanda para ser mármol. Más bien parece requesón. —Muy morena para ser requesón. Más bien parece raspadura de azúcar —replicó el príncipe El escarabajo probó la tal tierra con su lengua: —Muy salada para ser raspadura. Tal vez… Pero no terminó, porque el Príncipe fijaba ya su atención en las cejas. —¿Serán cerdas, maestro Cascudo? Venga a verlas. ¿Por qué no se lleva algunas, para que sus niños jueguen con ellas? El escarabajo aprobó la idea, y se puso a recoger cerdas. Cada hebra que arrancaba hacía penar a la niña ¡buenas ganas sintió de espantar al intruso con una mueca! Pero se contuvo, deseosa de ver en qué paraba todo aquello. Dejando al escarabajo ocupado con las cerdas, el pececito se ocupó en inspeccionar las ventanas de la nariz. —¡Qué hermosas cuevas para una familia de escarabajos! —exclamó—. ¿Por qué no se viene a vivir aquí, maestro Cascudo? A su esposa le encantaría este juego de habitaciones. Con un haz de cerdas bajo el brazo, el escarabajo fue a examinar las cuevas. Midió la altura con el bastón. —De verdad, son estupendas —dijo—. Pero temo que viva adentro alguna fiera peluda. Y, para asegurarse, hurgó en el fondo del agujero. —¡Uh, uh! ¡Sal de ahí, bicho inmundo!... No salió ninguna fiera, pero como su bastón había hecho cosquillas a la nariz de Lucía, lo que salió fue un formidable estornudo. ¡Atchíss! Y los dos bichitos, cogidos de sorpresa, cayeron al suelo agitando las patas
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