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El período de la historia argentina conocido como de las autonomías provinciales, o período de las guerras civiles, transcurrido entre la disolución del gobierno central tras la batalla de Cepeda en 1820 y la organización de un nuevo gobierno nacional tras la batalla de Caseros de 1852 tiene características propias, bien diferenciadas del período inmediatamente anterior, la Independencia de la Argentina, y del período que le sucedió, la Organización Nacional.
Durante el mismo, las Provincias Unidas del Río de la Plata –después llamadas Confederación Argentina y actualmente República Argentina–[* 1] carecieron de un gobierno nacional y de una constitución, excepto por un breve período, durante el cual existió un efímero gobierno central y una constitución que no fueron aceptados por todas las provincias. En la práctica -pero no formalmente- las provincias se autogobernaron como estados independientes, y las relaciones entre ellas estuvieron reguladas por una serie de tratados, mientras las relaciones exteriores fueron delegadas en forma casi permanente al gobernador de Buenos Aires.
La imagen más generalizada de este período es la de una serie casi continua de enfrentamientos: aunque hubo guerras civiles en la Argentina desde antes del inicio del mismo y hasta mucho después de finalizado, la guerra efectivamente sacudió al territorio nacional durante casi todos los años entre 1820 y 1852. Por dicha razón varios historiadores se refieren a este período como el período de las guerras civiles.
El período se inicia con una acentuada crisis política, conocida como la Anarquía del Año XX, y concluye al finalizar el prolongado gobierno de Juan Manuel de Rosas, que –si bien se negaba activamente a sancionar una constitución y a formar un gobierno central– evitó la posible disgregación del país en numerosos estados independientes y reforzó la conciencia de la población de formar parte de una sola nación.
Durante los años noventa, Argentina implemento un programa de estabilización
económica basado en una convertibilidad fija de la moneda doméstica con el dólar que
contuvo, además, reformas macroeconómicas, estructurales y regulatorias (apertura de la
economía, privatizaciones, desregulación de los mercados, facilitación de flujos
financieros internacionales, etc.). Este proceso ha modificado de manera sustantiva el
balance regional del país incrementando la brecha de desigualdad entre las regiones.
Como consecuencia de las reformas impulsadas durante esa década, se alteraron
sustancialmente los rasgos básicos del escenario territorial, modificando parámetros
estructurales del funcionamiento regional previo, que implicaban un cierto nivel de
contención a la desigualdad territorial en el país. Entre esas reformas se cuentan los
cambios en los precios absolutos y relativos del transporte y comunicaciones (como
resultado de quita de subsidios implícitos, privatizaciones, nuevos operadores, nuevas
metas y objetivos de la política de inversiones y nuevos esquemas y normativas
tarifarias), la desregulación y el desmantelamiento de marcos regulatorios específicos
para algunas actividades productivas, y la eliminación de instrumentos de compensación
(subsidios agrícolas, precios mínimos, ventajas impositivas). A su vez, el estado nacional
se desentendió de la problemática regional, bajo el supuesto de que la mejor asignación
espacial de los recursos era aquella que surgiera del desenvolvimiento de los mercados.
Desde el punto de vista fiscal, a medida que las relaciones financieras entre la
Nación y las provincias ganaba en complejidad, la reforma de los estados provinciales y el
ordenamiento de sus cuentas públicas se convirtieron en temas prioritarios en la agenda
de reformas. No obstante, la caracterización prevaleciente de los problemas provinciales
es peligrosamente genérica e imprecisa. La situación reconoce importantes matices entre
jurisdicciones a tal punto que la visión general muchas veces oculta los verdaderos
problemas y dilata las políticas de reforma necesarias.
Para los estados provinciales, el modelo aplicado en los noventa implicó una
nueva responsabilidad -que en muchos casos no llegó a ser efectivamente ejercida- en
materia de agentes promotores y orientadores del desarrollo económico y productivo
local, siendo actualmente de su incumbencia -junto con el respectivo sector privado- la
creación de condiciones y ventajas competitivas favorables. La reformulación de las
actividades gubernamentales provinciales ha sido, sin embargo, mucho más amplia.