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Funcionamos, día a día, con una cierta noción de política. De algún modo, sabemos lo que es un parlamento, un partido, una ideología, aunque se trate de un conocimiento impreciso y que no cuestiona, por ejemplo, la relación entre la teoría y la práctica políticas. No nos resulta difícil trasvasar estas nociones al pasado e identificar las principales características de lo político en cualquier época pasada. En la edad moderna europea podemos también, sin embargo, señalar ausencias importantes, en especial al respecto de la definición de la política como disciplina: en cuanto a su institucionalización como saber dentro de las bibliotecas, su presencia en las enseñanzas universitarias, la aparición de un intelectual con una función especializada, los límites del campo, etc.)
Existen muchas maneras de salvar la tensión entre una visión extraña del pasado y un tratamiento cercano del mismo y la historiografía, entendida como reflexión teórica acerca del pasado, ha dedicado largas páginas a esta cuestión. Este artículo pretende retomar esta reflexión desde una perspectiva relativamente novedosa. En lugar de explicar teóricamente como se dilucida esta presentación de los rasgos distanciados y próximos del pasado, pretendo reflexionar sobre el modo en que se practica cotidianamente esa negociación en la labor del historiador. A través de dos ejemplos visuales que pretenden servir de contraste a nuestras imágenes naturalizadas de la política, este es un apunte preliminar (y una invitación a la reflexión personal). Se trata de exponer lo que historiadores realmente hacemos de la historiografía, entendida ahora como arte de escribir, y nuestras dificultades para comunicar estos fundamentos y para emplearlos como base de una descripción de nuestra disciplina.