resumen capitulo 7 del libro de las lagrimas de shiva. pliss
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lo siento pero no e leído ese libro por esa razón no te puedo ayudar
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Las lágrimas de Shiva
Capítulo 7. Del amor y otros desastres
En ocasiones, las matemáticas dejan de ser una ciencia abstracta para convertirse en algo terriblemente concreto. El desván de Villa Candelaria tenía doce metros de profundidad por diez de ancho y tres de altura. En total, trescientos sesenta metros cúbicos abarrotados de cachivaches. Si suponemos que cada metro cúbico contenía una masa de treinta kilos –y que quedo corto–, el resultado final de la ecuación era que nos enfrentábamos a once toneladas de trastos. Sólo de pensarlo me sentía agotado.
Violeta y yo nos pusimos manos a la obra al día siguiente. Por la mañana, subimos a la planta superior, abrimos la puerta del desván y nos quedamos mirando, con no poco desánimo, el desolador panorama que se extendía ante nosotros. Allí había una montaña de trastos, un mar de bártulos, generaciones y generaciones de objetos inútiles acumulados a lo largo de más de cien años.
–Le he dicho a mamá que íbamos a ordenar el desván –comentó Violeta–. Debe de pensar que me he vuelto loca, pero no ha protestado.
–Esto es espantoso –musité abatido–. Nunca he visto tanto trasto junto. ¿Por qué no lo dejamos correr?
–Venga, no es para tanto –Violeta reflexionó con la mirada fija en el interior del trastero–. Yo creo que las cosas se han ido acumulando desde el fondo hacia la entrada.
–Y como lo que buscamos tiene sesenta años de antigüedad –concluí con desaliento–, debe de estar hacia el fondo. Así que primero tendremos que mover todos los trastos que están delante.
–No hará falta. Lo que vamos a hacer es sacar a la terraza los bultos que hay en primera línea; luego, llevaremos las cosas del centro hacia los lados y así haremos una especie de pasillo –sonrió con exagerado optimismo–. Venga, cuanto antes empecemos, antes acabaremos. Ya verás como es fácil.
No, no fue fácil; fue difícil. y muy cansado, mucho. Al acabar el día, tras horas de esforzado trabajo, apenas habíamos conseguido desplazar una ínfima parte de los bártulos que atestaban el desván, y ya estábamos hechos polvo. Aún recuerdo con horror las dolorosas agujetas que sufrí durante los primeros días de trabajo, y los callos que me salieron en las manos de tanto trasladas bultos, pero no desfallecí. Y si no lo hice fue porque Violeta se esforzaba tanto o más que yo, y en ningún momento la vi desanimarse o formular una queja.
Yo no le veía mucho sentido a lo que estábamos haciendo. Lo más probable es que no hubiera nada de interés en el desván, pero... Pero quizá sí, de modo que mantuve la boca cerrada y me dediqué por entero a desplazar cajas, mover muebles rotos y amontonar trastos, todo ello sin protestar, pero maldiciendo interiormente el afán conservador de una familia que, a tenor de lo que podía verse en el trastero, parecía desconocer por completo el uso de los cubos de basura.
Entre tanto, aunque nadie lo sospechaba, el desastre estaba a punto de abatirse sobre Villa Candelaria. Pero antes de que esto ocurriera, los astronautas que habían viajado a la Luna regresaron a la Tierra. El jueves, veinticuatro de julio, la cápsula espacial amerizó en el Pacífico y el portaaviones Hornet recogió a sus tripulantes. Lo vi todo por televisión, sin más compañía que la de mi tío.
A decir verdad, nadie le había prestado mucha atención al televisor de tío Luis. Salvo tío Luis. Desde que encendió el aparto por primera vez, mi tío pareció obsesionarse. Se instalaba cada día frente a la pantalla, y se tragaba impertérrito toda la programación, incluso la carta de ajuste, cuyos círculos segmentados le fascinaban como si fueran un mandala, una de esas pinturas geométricas que usan los lamas tibetanos para meditar. Mi tío se pasaba todo el día viendo la tele, sin decir una palabra, y luego, al finalizar la emisión, se levantaba como un zombi del asiento y se iba a su cuarto para iniciar de nuevo el proceso al día siguiente.
Estaba obsesionado, era evidente, pero nadie le dio mucha importancia. «A veces se porta como un niño», comentó tía Adela; y añadió con aire displicente: «Pronto se le pasará.» Estaba en lo cierto. Aquella misma tarde, después de la retransmisión del amerizaje, tío Luis parpadeó varias veces, muy rápido, igual que si despertara de un trance, miró en derredor con extrañeza, me contempló como si me viera por primera vez, tendió una temblorosa mano, apagó el televisor y dijo en voz baja:
–Este artefacto es diabólico, Javier. Te roba la voluntad... –se levantó un poco vacilante, desenchufó el aparato, lo cogió entre sus brazos y agregó–: He creado un monstruo y ahora debo destruirlo.
Acto seguido, se dirigió al sótano y pasó el resto de la tarde desmontando el aparato que él mismo había construido. Así concluyó la breve experiencia televisiva de la familia Obregón.
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