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La mediación como herramienta de intervención en distintos tipos de conflicto es sólo una entre otras modalidades a las que se puede recurrir para asistir a las relaciones interpersonales cuando éstas se hallen obstaculizadas o en tensión por diferentes factores o situaciones.
Se puede decir que la mediación, como proceso de interacción que se establece entre las partes y el mediador, combina tanto aspectos legales y pseudolegales como psicológicos y emocionales. Sin embargo, la mediación es un proceso especializado que no debe ser confundido con el uso corriente del término o por las creencias sobre mediación-como ocurre en otros campos del saber- para prevenir su deformación o mala praxis si se quiere.
El rol del mediador es el de un facilitador, catalizador, que en su condición de tercero imparcial cuya función, en cierta forma, es promover la participación de las partes en un proceso de comunicación sin juzgar ni desalentar la libertad y voluntad de los participantes para que estas conserven su autonomía y se asuman como protagonistas del proceso. De esta manera les devuelve su capacidad para generar sus propias alternativas de superación de la situación o aspectos planteados.
Así pues, los criterios de aceptación e imparcialidad son necesarios para que la labor del mediador sea de utilidad al proceso de mediación. En tal sentido, se diferencia de un agente conductor de una negociación. A su vez, debe ser llevada a cabo por un especialista en la materia, capaz de abrir canales de comunicación entre los participantes propiciando su encuentro en el procedimiento.
Es así que la voluntad como factor indispensable para el involucramiento de los participantes en el proceso, pero sin ser obligados, es un factor inherente al procedimiento de mediación.
Esta particularidad nos lleva a reflexionar sobre la tensión dialéctica entre la “voluntariedad” y la ” ley”.
Entonces, ¿por qué se abstrajo sólo una de las alternativas para intervenir en conflicto en un método instituido? ¿Por qué si el método conlleva voluntariedad se impuso su obligatoriedad? ¿Estamos preparados socialmente para el cambio de perspectiva en el abordaje del conflicto?
Si bien las expectativas por parte del sistema de justicia en cuanto a la reducción del volumen de causas que ingresan a tribunales es importante, y de esta manera los jueces podrían dedicarle tiempo a esas causas en las cuales no sólo no es posible la mediación sino que tampoco es procedente, la compulsividad de la medida no hace sino repetir otras tantas de aplicación obsoleta, o sin analizar lo suficiente cómo implementarlas y sus múltiples impactos, es decir su eficacia.
Ahora bien, cabe pensar que si el método existe y su condición es hecha ley por una parte, la obligatoriedad en su administración encierra una contradicción. ¿De qué manera se puede asistir a esta tensión dialéctica entre voluntad y ley? No está de más expresar que la obligatoriedad no legitima por sí misma el procedimiento de mediación ni acompaña el proceso de transformación cultural con vistas a construir otras alternativas más saludables y eficaces, tanto en la prevención del conflicto disfuncional o corrosivo como también de su judicialización.
Tal vez algunas de las dificultades que encuentra la ola de la mediación tengan que ver con la resistencia al cambio, el desconocimiento, los alcances y los prejuicios en torno a la mediación, con otras trabas de índole singular derivadas de la experiencia de cada situación en particular vivenciada.
La resistencia al cambio se relaciona no sólo por la obligatoriedad y la percepción de novedosa sobre la mediación, que se aparta de la percepción tradicional, conservadora e históricamente arraigada en nuestro ordenamiento jurídico.
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