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Su mismo nombre -el de Antonio Nariño- aplicado a una región que nunca lo quiso, es casi una ironía; hay que recordar que este prócer visitó a Pasto una única vez, y fue puesto preso. Muchos años más tarde, cuando su efigie en actitud innecesariamente retadora fue colocada en el centro de la plaza mayor, tuvo que ser celosamente vigilada para evitar que la tumbaran.
Es casi obligado empezar hablando del más importante de los caudillos de la historia pastusa, que muchos colombianos ni siquiera conocen: Agustín Agualongo. Para unos héroe, para otros villano, este aguerrido combatiente llegó a merecer el grado de general de los ejércitos españoles, más meritorio aún por su ancestro indígena. Puso en jaque a la crema y la nata de los revolucionarios de Bolívar (incluyendo al mismísimo Libertador). A pesar de que Agualongo enfrentó -y casi siempre venció- a los mejores generales de entonces así como a tres futuros presidentes de Colombia y a uno del Ecuador, apenas queda de su recuerdo el hotel que hoy lleva su nombre. Su pecado fue insistir hasta la terquedad en la legitimidad del Rey de España y en el carácter de ilegalidad del movimiento independentista. En medio de todo era un tipo de principios. Pero como la historia la escriben los triunfadores, a Agualongo lo han borrado de los textos, así como han borrado las atrocidades que -en cierta medida por culpa suya- cometieron los ejércitos de Sucre al recapturar a Pasto. Pregúntenle a cualquier amigo pastuso y oirán hablar de la entrada a los templos de las tropas a caballo en la noche de Navidad de 1822, para ultrajar mujeres y saquear tesoros religiosos. Y de los 14 patricios de la ciudad arrojados a los desfiladeros del río Guáitara unos días más tarde.