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Desde sus primeros pasos como ciencia, la química ha vivido en un eterno dilema: sus creaciones son beneficiosas para el ser humano, ya que posibilitan numerosos avances tecnológicos, pero a la vez pueden ser peligrosas, pues amenazan nuestra salud. El uso de nuevas sustancias químicas se ha ceñido siempre a la famosa máxima de Paracelso: “solo la dosis hace el veneno”. Pero la premisa básica de la toxicología tiene un problema: no es nada sencillo calcular a partir de qué dosis una sustancia pasa a ser peligrosa.
La historia de la industria química está repleta de productos que pensábamos seguros y hemos ido retirando tras comprobar su enorme peligrosidad. Y no hay ninguna razón para pensar que los compuestos a los que seguimos expuestos hoy en día no entrañan ningún riesgo.
Hace poco más de dos años, los científicos Philippe Grandjean, de la Universidad de Harvard, y Philip Landrigan de la Escuela de Medicina del Hospital Monte Sinaí, publicaron una polémica revisión en 'The Lancet Neurology' que acaparó la atención de la prensa del todo el mundo. En ella aseguraban que la humanidad se enfrenta a una “pandemia silenciosa”, causada por un conjunto de neurotoxinas, capaces de alterar el correcto desarrollo del cerebro humano.
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