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La conciencia moral a la cual nos referimos aquí es la capacidad de percibir el bien y el mal y de inclinar nuestra voluntad a hacer el bien y a evitar el mal. La conciencia moral se expresa a través del juicio "bonum facendum, malum vitandum". El hombre no sólo tiene el derecho, sino el deber de seguir el dictamen de su conciencia. Una persona es madu- ra cuando se comporta según el juicio de la recta conciencia. La conciencia se dice recta si el juicio que formula es conforme con la ley o moral objetiva. Es decir, cuando la conciencia sabe distinguir el bien del mal.
La ley con la que la recta conciencia tiene que conformarse es la ley objetiva natural y la ley sobrenatural. La ley natural es aquella que todo hombre encuentra escrita en su corazón. Por ejemplo, el precepto que dice: "Hay que decir siempre la verdad". Por otra parte, existe una ley revelada y sobrenatural como: "Bienaventurados los pobres y humildes de corazón, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 1-8). Si tomamos el ejemplo de un católico que se pregunta si está bien trabajar los domingos como en cualquier otro día, estamos ante una aplicación concreta de la ley cristiana. En cambio, si tomamos el ejemplo de un estudiante que se pregunta si está bien copiar el trabajo del otro en un examen, estamos ante una aplicación real de la ley natural. El hombre restaurado por Cristo tiene una oportunidad grande para integrar y armonizar la ley natural y la ley revelada en su vida.
Entonces, cuando decimos recta conciencia nos referimos a la conciencia que emite juicios que están de acuerdo con la ley. Por eso, en la formación de la conciencia lo que se busca es la conformidad con la ley, de forma que lo que la conciencia personal juzgue como bueno o malo, sea lo mismo que dice la ley, como dos relojes sincronizados. Cuando existe desacuerdo entre los juicios de la conciencia y la verdad objetiva se origina una deformación de la conciencia.
El cristianismo, vivido como una relación amorosa con la persona de Jesucristo, lleva a la interiorización de la ley. Esto ocurre de tal manera que ya no se trata de una norma extrínseca sino de algo connatural, como instintivo. Entonces la persona puede llegar a decir "mi alimento es hacer la voluntad del que me envió" (Jn 4, 34).
Se trata de la armonía perfecta entre ley y conciencia. Ya no se trata de dos relojes sincronizados sino de uno solo. Dios mismo habita en la persona y actúa como causa y fin de sus acciones. Aquí la conciencia ya no es una voz que coarta a la per- sona, sino una fuente de fuego y dinamismo que lleva a vivir unido a Dios y cumplir sus mandamientos con perfección.
Pero una vez adquirida la recta conciencia es necesario afinarla, como las cuerdas de un violín, para que no se afloje. Se le ha de sacar brillo, siempre con el ejercicio continuo, para que el tiempo no la cubra de polvo.
Una conciencia recta puede mermar como puede progresar y perfeccionarse. En ese sentido el estado de la conciencia en un momento dado puede ser una muestra de la madurez moral y la coherencia de vida de la persona. Por eso, resulta importante saber cuáles son las principales desviaciones de la conciencia y los medios prácticos para llevar a cabo un trabajo de superación.