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Marcel Lueiro y Boris Caro
En cuanto escuché la chicharra de maniobra me lancé de la cama. A estribor se divisaba Cabo Haitiano, una ciudad al norte de La Española que se extiende a lo ancho y alto de un macizo montañoso. El paisaje era sugerente y las casitas se confundían en la espesura y los árboles de las lomas. Al adentrarnos en la bahía nos cruzamos con varios moradores del lugar que salían a pescar en sus botes, aprovechando la bonanza del amanecer. El lugar, en sentido general, me causó la sensación de estar varado en un lugar antiquísimo, donde era sabio mirar el camino antes de pisar en firme. A la entrada del puerto quedaban aún restos de una antigua fortificación, probable testigo de los enfrentamientos entre el rey negro Henri Christophe y los colonialistas europeos.
A las ocho y veintiuno de la mañana (hora local) atracamos en el muelle destinado a la descarga. En cuanto terminó la maniobra, comenzaron a llover docenas de haitianos vendedores de bicicletas y tallas de madera. Parecía un maratón de ciclos nuevos y radiantes. El color de la piel de los muchachos contrastaba con los colores metálicos, y algunos usaban el español a favor del intercambio: “El cubano es amigo, yo tener negocio bueno para él.”
La reciprocidad no se hizo esperar y algunos tripulantes compraron bicicletas a buen precio. También llegaron niños y mujeres con cestos de refrescos y frutas en la cabeza. Su habilidad me pareció una metáfora de lo que podía aguantar el ser humano sobre sí. Un joven que usaba un par de tenis Reebok, grandes para su pie, me hizo una señal tímida. Quería algo, cualquier cosa de comer o tomar, y su voz sonaba a hilo frágil y estirado.
En total estuvimos allí unas tres horas, pues los silos estaban llenos y debíamos partir hacia Port au Prince. El lugar se parecía a Baracoa, o a Gibara, por ser pueblo marino. La diferencia la ponía la miseria y la cantidad de gente que salía a la calle a vivir del azar.