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En los últimos treinta años, América Latina ha experimentado la transición y la consolidación democrática. Podemos considerar eso como un gran avance para la región, en el sentido de que la democracia es la forma más idónea para asegurar el desarrollo humano, el aumento de oportunidad de elección de las personas, así como el respeto y la inclusión de las diversidades que cada sociedad presenta. Sin embargo, las democracias de América Latina no satisfacen los requisitos fundamentales para que sean democracias integrales, es decir capaces de garantizar realmente los derechos políticos, civiles y sociales de la ciudadanía.
Son sobre todo las debilidades sociales las que ponen en serio peligro los avances democráticos de la región, y, en particular, la desigualdad es el factor que está en el origen de las deficiencias de los estados latinoamericanos, incide en los altos niveles de pobreza, aumenta la conflictividad social, mina la seguridad pública y debilita la calidad institucional.
La desigualdad aunada a la pobreza ocasiona una gran vulnerabilidad en relación con la situación internacional. Los efectos de la crisis global actual en un contexto de profundo déficit social ponen en riesgo los avances económicos y sociales de las últimas dos décadas. Esa situación hace peligrar el desarrollo democrático de la región, ya que la falta de equidad impide la sostenibilidad del desarrollo. Un bienestar no repartido entre la población no representa el progreso del conjunto de la ciudadanía, sino sólo el enriquecimiento de una élite a costa de la mayoría.
La desigualdad está también en las raíces de la debilidad institucional y democrática de los estados latinoamericanos. La falta de equidad económica y social se vincula con fenómenos, como corrupción y violencia, que contribuyen a la perpetuación del poder por los poderes fácticos y por las élites privilegiadas y a la exclusión de los demás ciudadanos del bienestar económico y de la toma de decisiones.
En consecuencia, de la exclusión social se crea un círculo vicioso en el que la población reduce su confianza hacia el Estado y las instituciones democráticas. Además, la desigualdad, tanto vertical como horizontal, es un factor que repercute en el aumento de la conflictividad social y en la reducción de la cohesión social.
La corrupción aunada a la desigualdad tiene una relevancia central en el desmoronamiento de la percepción colectiva hacia la democracia, pues reduce la calidad democrática del Estado, la eficacia y la credibilidad de sus instituciones. Un Estado corrupto es un Estado débil y enfermo, por lo tanto incapaz de garantizar reglas igualitarias que permitan la participación equitativa de toda la ciudadanía y de responder adecuadamente a las demandas públicas. Es un Estado ineficaz y, sobre todo, pierde legitimidad a los ojos de sus ciudadanos.
La relevancia de la desigualdad como factor de hundimiento para el desarrollo democrático reconduce la atención sobre el papel del Estado en la reducción de la pobreza y de la desigualdad.
En América Latina hacen falta regímenes democráticos que garanticen y fomenten la participación ciudadana y un Estado eficaz en el diseño y la ejecución de políticas adecuadas, para reducir la brecha entre pobres y ricos, y aumentar la cohesión social y la participación ciudadana. Hace falta un Estado activo en términos de acciones redistributivas, de fomento del tejido económico y del desarrollo rural, factores clave para fortalecer e independizar la economía nacional de los capitales extranjeros.
Es necesario construir un pacto fiscal que favorezca la redistribución de la riqueza y que asegure recursos económicos estables y suficientes para implementar las políticas sociales. Esas políticas tienen que respetar el principio de universalidad y ser diseñadas e implementadas con el objetivo de que un mayor número de personas puedan acceder a sistemas educativos y sanitarios de calidad, a políticas laborales que potencien el empleo digno y la protección socio–laboral, con especial atención a las categorías más débiles. Sólo a través de políticas económicas y sociales orientadas hacia la equidad y el fomento del tejido asociativo y representativo pueden aumentar la cohesión social y las oportunidades reales para que la ciudadanía participe en la democracia y en el poder. Sólo una acción constante y sólida de fortalecimiento institucional y de reconstrucción del Estado puede extender la democracia entre la población y aumentar la percepción de que esa democracia tiene un contenido real, una calidad diferencial y ventajas estables. Sólo desde aquí puede empezar el círculo virtuoso entre democracia, desarrollo humano sostenible y ciudadanía integral e integrada en el Estado.
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