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Abdulwahid, de 11 años, se llama como el levantador de pesas iraquí que
consiguió una medalla olímpica de bronce, el único en la historia de este país,
que la gente recuerda como una hazaña inolvidable. Vive con su padre, Ibrahim,
cartero que reparte el correo en su motocicleta, y Fatiha, la madre, en una
humilde casa de adobe de habitación única, en el humilde barrio de Karrada, en
Bagdad, en la que fue la ciudad más grande de la Terra y llamada Ciudad de la
Paz. Ahora, con la guerra, los comercios permanecen tapiados, él no puede ir a
la escuela y su madre apenas sale de casa por la inseguridad. Sólo las tardes del
viernes toda la ciudad descansa de las bombas y ambulancias, a la hora del rezo,
al que llaman los muecíns. Paran los suníes como ellos, pero paran también los
chiíes, que son mayoría en el barrio.
No toda la ciudad es igual: en la selecta y protegida Zona Verde, donde el padre
fue a entregar una carta, tienen luz eléctrica. No como ellos, que tienen un
generador de gasóleo, y vendieron la televisión para poder comer. Por eso tienen
que ir a ver en casa de unos amigos el triunfo de Shada, que vive en Marruecos
pero nació en Bagdad, en el concurso de la "Academia de las Estrellas" de
Oriente Medio. Lloran todos emocionados por la victoria y se despiden con
besos y abrazos: puede ser el último día que se vean pues cada día muere algún
amigo en Bagdad.
Pasan los meses y nada cambia. Un día descubre a su madre borrando una
pintada amenazante en la pared de casa. Aunque se pone el "niqab", que le
oculta el rostro, dejando sólo a la vista los ojos, por miedo. Asustada, quiere que
se marchen para Jordania o para un barrio suní, mas no tienen dinero para
instalarse en otro lugar. Salvo que vendan un valioso pergamino, un códice de
500 años de antigüedad que el padre cambió por un lote de sus amantes libros,
luego del expolio de la Biblioteca Nacional, que los soldados americanos no
protegieron (mas sí el Ministerio del Petróleo). Es otra más de las destrucciones
históricas de bibliotecas, como la de Babilonia, pues en esas riberas entre el
Tigris y el Eufrates aparecieron los primeros libros de la humanidad hace más
de 5.000 años.
Un día, el padre aparece sangrando pues un coche perseguido por soldados le
provocó un accidente con la moto. Por si muere, le hace jurar a su mujer que
encontrará el destinatario de una carta cuya casa ya no existe porque se habrá
trasladado a en un barrio chií, pendiente desde hace 40 días. Consigue
entregarla Abdulwahid con la ayuda del amigo Ahmed, que tiene que ver a
escondidas pues es chií. Le dice del destinatario el primo de este, un joven que
sale luego con un grupo de hombres armados y se despide con un "nos vemos en
el paraíso, chavales". Entre las casas cerradas, con los vecinos atrincherados
luego de que toda la noche sonaran disparos, los dos chicos van a la casucha del
anciano Faysal, que está regando unos esquejes que no brotan. Les cuenta que
Gilgamesh fue a la búsqueda del árbol de la vida, en donde se juntan el Tigris y
el Éufrates, supuestamente plantado por Adán. Tiene unos esquejes de él mas
no brotan. Con la carta, su hijo le envía desde Siria semillas buenas. Les da unas
cuantas a ellos y entierra otras, que riega con lágrimas de su rostro. A las
apalpadas y de noche vuelven a casa de Ahmed, se abrazan como grandes
amigos y se juran por el Profeta que plantarán las semillas. Él tiene miedo de
encontrar su padre muerto. Pero entonces oye el ruido familiar de una
motocicleta, que baja tambaleando de un lado a otro de la calle...
Es su historia, mes a mes, de un año en la maltratada Bagdad.