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Todos los veranos, apenas descendían lentamente sobre los cerros de Valparaíso las lentas lluvias de ceniza de los incendios de eucaliptus, mi madre me llevaba en tren a pasar las vacaciones a la vieja casa de la tía Violeta, al interior de San Felipe. Allá al fondo del camino polvoriento, en medio de los cerros, mientras avanzábamos en el coche entoldado que conducía el cariñoso Pedro Maizani, se divisaba la casa de adobe, de un solo piso, con corredor, que estaba adosada a la pequeña iglesia de Lo Valdés.
Apenas descendíamos de la victoria, la tía Violeta salía a recibirnos, mientras Pedro Maizani bajaba el equipaje. Esa misma tarde, mi madre regresaba con ramos de flores a la estación en el mismo carruaje, mientras nosotros nos quedábamos conversando del campo y de los últimos bautizos, con las familias amigas. Orgullosa de llevar la casa parroquial, tía Violeta comentaba que el padre Solórzano aparecía el día domingo a decir misa y después regresaba otra vez a San Felipe, dejándola a ella a cargo de todo.
—Este año hemos tenido el doble de primeras comuniones que el año pasado… Han venido niños de todas las parcelas.
Al día siguiente, Pedro Maizani llegó de visita a almorzar diciendo que mi madre se había vuelto sin problemas en la Serpiente de Oro a Valparaíso.
—Rodolfo —me dijo Pedro Maizani con su voz un poco ronca—, esta tarde tengo que ir a ver un campo al Callejón de las Hormigas. ¿Quieres venir conmigo?
Miré como pidiendo permiso con la mirada a mi tía Violeta, que, a su vez, miró con aire nervioso a Pedro Maizani.
—No… Al Callejón de las Hormigas, no.
—¿Por qué no, tía Violeta? Sé montar perfectamente.
—Está bien. Pero regresen temprano. Los estaré esperando con mate con leche de cabra.
Montamos los caballos con Pedro Maizani y enfilamos por el valle del Aconcagua, dejando atrás la pequeña capilla rural y las casas dispersas en las praderas.
—Este es el Callejón de las Hormigas —dijo Pedro Maizani cuando empezamos a abrirnos paso entre las montañas sembradas de cactus y piedras filudas. Dicen que por aquí hay aparecidos. Cuentan incluso que en las noches de luna llena se aparece siempre una niña vestida de blanco, de ojos celestes y con cara de muñeca de porcelana. Dicen que se llama Lily.
—¿Lily? —pregunté sorprendido, mientras veía a mi alrededor cimbrearse las viejas pataguas.
—Sí. El viejo Anselmo, el de la Quebrada de las Cabras, fue el primero que la vio. Fue hace años, cuando era arriero. Cuenta que iba bajando a caballo, cuando vio una lucecita que bailaba bajo un ciruelo. Parecía una luciérnaga, pero de luz mucho más viva. Amarró el caballo y fue a ver, escondiéndose entre los matorrales. Lo que vio, lo dejó asombrado. Era una niñita hermosa, con ropaje antiguo y bucles dorados, que bailaba en puntas de pie, sin tocar el suelo, a la luz de la luna.
—¿Será cierto? —pregunté desconcertado.
—Si quieres, pregúntale tú mismo al viejo Anselmo. Vamos precisamente hacia allá.
Con los picachos nevados de la cordillera delante de nuestra vista, llegamos a la casa solitaria en medio de los boldos.
._. pues gracias por poner esa pregunta :D