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Las relaciones de la arquitectura con las otras artes plásticas tienen su origen en la Antigüedad. Ya en Oriente Próximo y en Egipto era práctica habitual decorar los templos y las tumbas con relieves y pinturas murales, especialmente los interiores. En Grecia y en Roma la pintura mural y, en ocasiones, el mosaico formaban parte fundamental de las decoraciones de los interiores arquitectónicos. Con los Cuatro Estilos de la pintura pompeyana se crean por primera vez ilusiones visuales en las que los muros parecen abrirse a profundas perspectivas. La función que en el Románico cumplen los ciclos de pinturas murales y en Bizancio los ricos mosaicos parietales [FIGURA 1], la desempeñan durante el Gótico las vidrieras [FIGURA 2]. Una arquitectura en la que los muros se han reducido a la mínima expresión y en el que la luz es elemento fundamental, halla en las vidrieras un nuevo soporte para narrar las historias, las enseñanzas de la doctrina para la que ha sido creada. Ellas permiten, por una parte, la representación de las escenas deseadas y, por otra, incorporan el poderoso y sugerente elemento formal que constituye la luz.
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