Respuestas
Las guerras y grandes conflictos asimilables a ellas plantean situaciones distintas a las anteriores ya que gran parte de los daños son consecuencia de acciones humanas conscientes que persiguen, precisamente, causar destrucción. Por supuesto, las acciones bélicas no suelen tener como objetivo principal el medio natural y se dirigen hacia determinados sectores de población, sus ciudades, infraestructuras o recursos pero cuando el conflicto alcanza cierta intensidad es inevitable que sus consecuencias afectan no sólo a la sociedad y a sus bienes materiales sino también al conjunto del entorno pudiendo entonces producir impactos ambientales extremadamente graves.
Las situaciones de conflicto favorecen el aumento de desastres causados por incendios, mareas negras, contaminación radiactiva, inundaciones, esparcimiento de sustancias tóxicas u otras razones ya que la sociedad se vuelve más vulnerable y los riesgos se agudizan pero, también, porque estos desastres se multiplican como consecuencias “colaterales” de los ataques o, incluso, son provocados de forma voluntaria con el objetivo de debilitar al bando opuesto.
En 2006 el ejército israelí bombardeó una central eléctrica situada al Sur de Beirut (Líbano) causando un vertido de 20.000 tm de petróleo en el Mediterráneo. La imposibilidad de actuar eficazmente para detener la marea negra resultante supuso que ésta dañara gravemente un tramo de 90 km de costa matando a numerosos organismos y dañando gravemente uno de los escasos hábitats de la tortuga verde (Chelonia midas) en el Mediterráneo. Por su parte, misiles lanzados por las guerrillas de Hezbollah contra suelo israelí provocaron incendios forestales que calcinaron 3600 ha de bosque incluyendo tres reservas y santuarios de aves. En ambos casos la naturaleza sufrió graves daños como consecuencia de acciones militares que perseguían otro tipo de objetivos (aunque ambos episodios “vinieron bien” a quienes los provocaron).
No es raro, por tanto, que junto a las consecuencias directas de impactos intrínsecamente asociados al conflicto armado (por ejemplo destrucción física o incendios causados por explosiones…) los ecosistemas acusen los efectos indirectos de múltiples situaciones asociadas a él (contaminación, presión sobre determinados recursos, etc.).
Los conflictos armados tienen consecuencias sociales y ambientales extremadamente graves que tras el restablecimiento de la paz quedan marcados en las personas y en el territorio durante mucho tiempo. Sin embargo, desde un punto de vista estrictamente ambiental, los efectos de las guerras y de las situaciones postbélicas son contradictorios: por una parte se producen graves daños en los ecosistemas y en las poblaciones de numerosas especies pero, por otro, amplias extensiones dejan de ser utilizables por las personas y, tras ser abandonadas, pueden recuperarse y acabar convirtiéndose en refugios para la biodiversidad. De este modo, mientras que extensas superficies de bosque o de manglar y numerosos hábitats valiosos han desaparecido como consecuencia de guerras, otros se conservan o se han podido regenerar constituyendo hoy entornos valiosos “gracias” a ellas.
En todos los casos, los ecosistemas resultantes presentan caracteres y dinámicas peculiares que justifican su estudio como “casos aparte” (habiéndose incluso propuesto para ellos la denominación de “polemosistemas”: sistemas resultantes de un conflicto