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Coyoacán, México, 28 de mayo de 1940, tres de la tarde. León Trotsky lee un texto por encargo: un joven comunista español, Ramón Mercader del Río, se ha hecho pasar por estudiante de Letras y le pide opinión.
Pero mientras el arquitecto de la Revolución Permanente recorre las primeras líneas, Mercader, por detrás, le hunde en la cabeza un pico de mango corto. La herida, de siete centímetros de profundidad, es letal. Trotsky muere en un hospital a las ocho de la noche del mismo día…
En Moscú, a casi once mil kilómetros del crimen y al enterarse, José Stalin celebra con champagne, bebida que prefiere por sobre el vodka.
Se ha cumplido su orden.
No mucho antes, y después del largo exilio de Trotsky por medio mundo, le ha dicho a Pável Sudoplátov, el Número Dos de la Sección Exterior del Politburó, máxima fortaleza del poder político:
–Ha hecho bien en huir. Su fracción ya no tiene ninguna figura relevante. Muerto él, se acabó el problema…
No sólo lo condena a muerte: la ordena sin palabras directas, y su interlocutor pone en marcha el mecanismo.
Stalin, "el maravilloso georgiano", como lo llamó Lenin antes de advertir su infinita ambición, ya no tiene límites. Es el amo absoluto, y a precio de sangre –millones de muertos– más grande y uno de los más ricos del planeta.
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