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El momento finisecular de la poesía británica estuvo dominado por dos poetas muertos prematuramente (W. Owen y R. Brooke) antes de la aparición del que es posiblemente el mayor poeta inglés de la centuria, el norteamericano de origen Thomas Stearns Elliot (1888-1965: La tierra baldía, Cuatro cuartetos, La canción de amor de J. Alfred Prufrock, Miércoles de ceniza, además de sus decisivas contribuciones al renacimiento de la dramaturgia lírica, como es el caso de Asesinato en la catedral o Reunión de familia). Encabezando el llamado “grupo de Oxford” hay que mencionar a W.H. Auden, junto con sus compañeros de generación Stephen Spender y Carl Day Lewis, opuestos a la poesía más cientificista y desvitalizada del “grupo de Cambridge”. Entre los poetas que alcanzaron difusión posteriormente destacan dos personalidades singulares que no es posible adscribir a ninguna escuela: la del también novelista y ensayista (Yo, Claudio; La diosa blanca), Robert Graves y sobre todo la del galés Dylan Thomas, profundo renovador de la lírica y la métrica en lengua inglesa, además de notable dramaturgo y prosista.