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La historia comienza con el capitán Robert Walton pasando el rato en San Petersburgo, Rusia, quizá por ahí a finales del siglo XXVIII. Está esperando un aventón al puerto de Arcangel, donde quiere contratar a algunos rusos para zarpar al Polo Norte. Por desgracia, el barco se queda atascado en hielo intransitable a cientos de kilómetros de tierra firme. ¡Qué aburrimiento! Sin nada que hacer, escribe cartas a su hermana en Inglaterra. ¿Cuál es su queja principal? Quiere un amigo que le haga compañía. (¿Y todos los marineros del barco? No, quiere un compañero digno).
Al poco tiempo, la desesperación de Walton es interrumpida por el avistamiento de... ¡un hombre! ¡En el hielo! ¡En un trineo tirado por perros! El hombre sube al barco y parece que el deseo de Walton de terer un amigo se ha vuelto realidad. Salvo que este hombre, Victor, parece que se llama, está un poco chiflado. Ésta es su historia, tal como se la cuenta a Walton:
Victor comenzó siendo un chico normal en Ginebra, y sus padres adoptaron a una niña llamada Elizabeth para que se casara con ella al crecer. Lo típico, muy normal todo. En la universidad decide estudiar filosofía de la naturaleza (algo así como física rudimentaria) y química, además de alquimia, el malvado doble de la química. En cosa de dos años descubre cómo darle vida a un cuerpo humano construido de partes de cadáveres. (Nosotros ni siquiera pudimos terminar la preparatoria en dos años). Después, se horroriza al ver su propia creación (¿cómo? ¿en serio?) y se enferma durante meses mientras su amigo, Henry Clerval, lo ayuda a recuperarse.
Ya de vuelta en Ginebra, el hermano menor de Victor, William, es asesinado. La sirvienta de la familia Frankenstein, Justine, es acusada de su muerte. Victor intuye, como por arte de magia, que su monstruo es el verdadero asesino, pero creyendo que nadie creería la excusa de "fue mi monstruo", Victor teme siquiera sugerir la teoría aún después de que la pobre de Justine es ejecutada.