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Siempre hay fechas que traen a la memoria hechos históricos que aún son objeto de debate; pero de cuando en vez estos hitos de nuestra historia quedan comprimidos para el recuerdo en el breve lapso de tan solo un mes. Tal es el caso de abril, que, además de inspirar poetas y traer el anuncio de las aguas mil, evoca eventos que aún signan el curso de nuestro devenir como nación.
Hay un antes y un después del 9 de abril, cuando mataron a Gaitán, e igual puede decirse, en su contexto histórico, del 19 de abril de 1970, cuando la Anapo perdió en la Registraduría lo que limpiamente había ganado en las urnas. El Movimiento 19 de Abril, M-19, que surge tiempo después, es parte de una continuidad histórica entre un hecho y otro; entre sus causas, efectos y desarrollos. Allí convergen a un tiempo la crisis de la política, la exclusión y la violencia, de donde a su vez surgen nuevas semillas para la rebelión y el alzamiento armado, pero también una lucha novedosa por la democracia y por la paz.
No es fácil poner en una perspectiva objetiva el balance de lo que significó el M-19 para el último periodo de la historia nacional. A cambio de un "balance", muchos querrían un juicio; pero en todo caso, aproximarse al tema implica no omitir el costo humano e institucional que su accionar armado produjo como tampoco el valor político y moral de haber avanzado hacia una paz pactada, que es la mejor de las paces posibles. Pero entre lo uno y lo otro, también hay muchas cosas que hicieron que Alfonso López Michelsen llamara al M-19 una "razón social" más que grupo armado, y que en su mejor momento fuera, sin duda, una guerrilla exitosa y popular.
El M-19 rompió la mayoría de mitos, esquemas y prácticas de la lucha revolucionaria en Colombia y Latinoamérica. Su insurgencia contra el establecimiento (oligarquía) no puede ser entendida en su integridad si no se comprende que a la vez era una crítica radical a viejas concepciones revolucionarias de la guerrilla y la izquierda: marxistas-leninistas con un alto grado de desprecio por lo nacional, incluido lo bolivariano; marginales en lo político; autoritarias en sus prácticas internas y frente a las comunidades y sin vocación real del poder desde su apuesta por una "guerra popular prolongada".
El M-19 no fue un ejército revolucionario (ni pretendió serlo), sino una propuesta política alzada en armas que buscaba poner en el centro de su reflexión y la del país el asunto de la "democracia". Sin ningún temor, sumó luego la paz a su proyecto estratégico; y cuando se configuró la situación necesaria avanzó hacia ella con tanta pasión y compromiso como cuando asumió la guerra. Fue, en ese contexto, la primera guerrilla en Latinoamérica que concibió una negociación política de un conflicto, en momentos en que para la izquierda armada la única consigna válida era vencer o morir. La paz adquirió entonces otra dimensión más allá del romanticismo, la renuncia o la debilidad para meterse en la discusión sobre lo democrático y el poder. Que muchos otros conflictos hayan terminado en negociaciones de paz tal vez de cuenta de lo esencialmente correcto de esa perspectiva.
Del M-19 uno se puede expresar desde distintos lugares (víctima, militante, simpatizante, ciudadano, contradictor); desde allí emergen nociones encontradas de condena, reconocimiento y admiración que ubican simultáneamente su gesta entre el heroísmo y la villanía. El escrutinio de ese grupo y su actuar pasa por la condena explícita de los métodos violentos a los que apeló, pero también por enaltecer sus apuestas y logros por la paz y la democracia.
En abril también murieron Jaime Bateman Cayón (fundador del M-19) y Carlos Pizarro Leongómez, quien condujo ese grupo hacia la paz pactada. Cada uno, en su momento, imaginó una democracia nueva, ancha y profunda, construida de abajo hacia arriba y de adentro hacia afuera; y creyeron (y murieron) en esa certeza: que llegado el momento aquello era posible, también sin armas. Por supuesto, mucho de esa aspiración es parte de una misión aún por ser cumplida.
No hay nada más heroico y revolucionario que acordar el fin de una guerra y con ello hacer el tránsito hacia el país del porvenir. De esa paz pactada con el M-19 la Nación debe sentir satisfacción; y de su lucha, sus ex combatientes podemos -por qué no- sentir un orgullo autocrítico pero tranquilo; siempre sano, humano y dulce.