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El 8 de mayo de 1945 terminó en Europa la segunda guerra mundial con la rendición incondicional de Alemania. En un lapso de tiempo muy corto se articuló un nuevo orden internacional, impuesto por Estados Unidos y la Unión Soviética, que degeneró en la guerra fría, la división en bloques y la carrera armamentista. Nada escapó a la lógica de los vencedores y nada escapa hoy a su herencia a pesar de que nada es lo que fue hace 75 años: Estados Unidos conoce una fractura social sin precedentes, Rusia es bastante menos que la URSS, dos de las naciones derrotadas –Alemania y Japón– son grandes potencias económicas a escala global, China aspira a la hegemonía y Europa se debate entre la unidad de acción y el rebrote nacionalista.
El profesor Henry Kissinger publicó el 3 de abril un artículo en 'The Wall Street Journal' en el que afirma: “Ningún país, ni siquiera Estados Unidos, puede en un esfuerzo puramente nacional superar el virus. Abordar las necesidades del momento debe, en última instancia, combinarse con una visión y un programa de colaboración global”. Pero lo cierto es que, más allá de las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada país aplica sus recetas y la gestión de la crisis sanitaria está bastante lejos de responder a una coordinación internacional. Antes al contrario, la exacerbación nacionalista ha puesto en circulación ideas como el pasaporte de inmunidad, que Chile ya ha hecho realidad, y las apelaciones al multilateralismo son más simbólicas que efectivas.