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Grande y hermoso espectáculo es ver al hombre salir en cierto modo de la nada por sus propios esfuerzos; disipar, por las luces de su razón, las tinieblas en que la naturaleza le había envuelto; elevarse por encima de sí mismo; lanzarse por el espíritu hasta las celestes regiones; recorrer a paso de gigante, como el sol, la vasta extensión del universo; y, lo que es todavía más colosal y más difícil, entrar en sí, para en sí estudiar al hombre en general y conocer su naturaleza, sus deberes y su fin
(Rousseau)
Si dentro de la ética personal los deberes para con el cuerpo tienen por objeto asegurar la integridad física del organismo, no menos imperiosos y primordiales son los deberes para con el espíritu. "Señal evidente de un espíritu torpe es consagrar un tiempo excesivo al cuidado del cuerpo, al ejercicio, a la comida y a la bebida, o a cualquiera otra de las necesidades corporales -escribe Epicteto (1980, 59)-. Todos estos cuidados no deben constituir lo principal, sino lo secundario de nuestra vida, y hay que tenerlos, por tanto, como de paso. Porque nuestra grande y activa e incesante preocupación debemos consagrarla al espíritu" (cf. Platón, 1979, 10). El objetivo del presente escrito es invitar al lector a contestar seriamente las siguientes preguntas formuladas por Marco Aurelio (1980, 105): "En cada una de tus acciones particulares deberías preguntarte: ¿En qué empleo ahora mi alma? Y también examinarte de este modo: ¿En qué estado tengo presentemente mi alma? ¿Acaso en el de un niño, de un mancebo o de una mujercilla? ¿Por ventura en el de un tirano, de un jumento o de una fiera?".
Tradicionalmente (cf. Tomás de Aquino, 1977, 328) se ha dicho que los movimientos del espíritu son de dos maneras: unos del entendimiento, y otros de la voluntad. En entendimiento se ocupa en la investigación de la verdad y la voluntad impele a obrar. Es, pues, necesario expresar unas cuantas palabras sobre estas dos facultades.
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