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Los frailes que en el siglo XVI se encargaron de la evangelización de los pueblos indígenas de la Nueva España proclamaron casi inmediatamente el éxito de su empresa cristianizadora: los indígenas acudían en masa a las iglesias, se bautizaban con avidez y participaban con entusiasmo en las atractivas procesiones y misas organizadas por los religiosos; además, con su trabajo se construyeron centenares de iglesias y monasterios que modificaron irreversiblemente el paisaje sagrado del país.
¿Qué atrajo a los indígenas a la nueva fe predicada por los franciscanos, dominicos y agustinos? En primera instancia, no hay que olvidar que los españoles destruyeron y proscribieron los templos, los cultos, los libros y las doctrinas de las antiguas religiones estatales mesoamericanas. Inhabilitaron de esta manera a las antiguas deidades tutelares, los dioses patronos que regían la vida ritual y política de los Estados mesoamericanos y que definían su historia, su identidad y su fuerza, desde la fertilidad de su maíz hasta el poderío de sus ejércitos.
Pero esa persecución no basta para explicar por qué tantos aceptaron voluntariamente la predicación católica. En primer lugar, los mesoamericanos estuvieron dispuestos a conocer y adorar a los dioses cristianos así concibieron la pléyade de santos, vírgenes y apóstoles que acompañaban a la Santísima Trinidad porque sus religiones eran politeístas y tenían una larga tradición de aceptación de las divinidades de otros pueblos. Además, desconocían el principio de intolerancia constitutivo del catolicismo: la convicción de ser la única verdadera religión.