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Desde la Segunda Guerra Mundial hasta la década de 1970, la relación entre Estados Unidos y Latinoamérica estuvo determinada por la «presunción hegemónica» de EEUU: es decir, la idea de que este país tenía el derecho de insistir en la solidaridad –por no decir la sumisión– política, ideológica, diplomática y económica de todo el hemisferio occidental. Durante esos años, para asegurarse que partidos y líderes favorables controlaran los gobiernos de la región, Washington utilizó el poderío militar de los Marines y la División Aerotransportada 82, la intervención clandestina de la CIA, el consejo y la tutela de sus agregados militares, la ayuda para el desarrollo y, a veces, las imposiciones de la Agencia para el Desarrollo Internacional (AID). A esto se sumaban las cuotas azucareras, las tarifas preferenciales y otras formas de estímulo del crecimiento económico, además de la activa diplomacia del Departamento de Estado, la financiación y el asesoramiento a los partidos políticos, y el trabajo de la Agencia de Información de EEUU (USIA). En otras palabras, lo que fuera necesario en cada caso.
La estrategia estadounidense durante ese periodo se basó en tres objetivos: un imperativo de seguridad que apuntaba a bloquear a las potencias extrahemisféricas la posibilidad de establecer puntos de apoyo o influencia en América; objetivos ideológicos para contrarrestar el atractivo internacional de la Unión Soviética y el comunismo y fomentar, en cambio, el desarrollo capitalista; y, como rutina, la promoción de los intereses particulares de las corporaciones estadounidenses, un propósito que era dejado de lado siempre que las cuestiones de seguridad resultaban más apremiantes.
Hacia el fin de la Guerra Fría, pese a que la geopolítica y las tecnologías militares cambiaron y a que declinó la importancia del Canal de Panamá, la preferencia estadounidense por esta estrategia hegemónica se mantuvo. Para la década de 1980, se había vuelto difícil entender por qué los líderes estadounidenses consideraban todavía importante ejercer un control férreo sobre Granada, El Salvador y Nicaragua, pero aun así Washington seguía adelante con sus políticas altamente intervencionistas. Lo que motivaba estas políticas no eran tanto consideraciones de «seguridad nacional», como se proclamaba entonces, sino de «inseguridad nacional». En otras palabras, un impulso psicopolítico basado en el temor a perder el control sobre aquello que EEUU había manejado durante mucho tiempo, como las cuestiones internas y los vínculos externos de los países de la región caribeña. Este impulso reflejaba la inercia de actitudes y políticas configuradas en una época anterior y que ya no resultaban apropiadas a los nuevos tiempos (si es que alguna vez lo habían sido).
Desde el fin de la Segunda Guerra hasta mediados de la década del 70, y en algunos aspectos hasta el término de la Guerra Fría, EEUU asumió a la mayoría de los países latinoamericanos como sus seguidores casi automáticos. Esto fue así para una variedad de cuestiones internacionales enmarcadas en la competencia bipolar. El apoyo de Brasil a la ocupación estadounidense de República Dominicana en 1965 ilustra este modelo, como así también el respaldo de Argentina a las intervenciones de la administración Reagan en América Central a principios de los 80. El enfoque estadounidense respecto de Latinoamérica y el Caribe fue muy general y ampliamente regional, sin gran nivel de diferenciación; sin duda, durante muchos años, las políticas aplicadas por EEUU proyectaron sobre la región preocupaciones y actitudes derivadas principalmente de la intensa competencia con Fidel Castro en la Cuenca del Caribe.
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