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La contra-cultura y la contramodernidad todavía no han traído la anti-teología que necesitamos.Teilhard de Chardin, el inteligente paleontólogo y pensador cristiano, perseguido por su propia orden de los jesuitas, señaló que la teología estaba todavía en el Neolítico, y tenía razón.
El modo de pensar de nuestra reflexión teológica más avanzada todavía no ha superado los estrechos límites que le proporcionó la anticuada lógica de Aristóteles. Los católicos intentos del matemático y filósofo Le Roy, del pensador padre Laberthomière y del filósofo Blondel, no tuvieron eco suficiente. Una lógica infantil ha marcado casi todos los avances teológicos, por progresistas que parezcan. Todavía estamos a un nivel de pensamiento filosófico-teológico que corresponde a "un niño de ocho a nueve años", como descubrió el filósofo Brunschvig en 1932, basándose en los estudios del psicólogo Piaget empezados en 1924. Este pensar religioso sólo sabe clasificar, atribuir modalidades a las cosas y personas; pero le cuesta un inmenso trabajo relacionarse con ellas, o relacionarlas entre sí. Un objetivismo ingenuo toma las palabras y conceptos, atribuidos a las cosas, por realidades profundas. Se basó en una metafísica que tiene como fundamento una gramática, incluso mal entendida, como demostró Bertrand Russell. La filosofía aristotélica y el Derecho romano dieron al traste con el personalismo evangélico y el dinámico vitalismo bíblico, sustituyéndolos por la abstracción objetivizada cuando hablamos de la Trinidad, la clasificación estática cuando tratamos de moral, el absolutismo dogmatizante cuando transmitimos la experiencia religiosa, y el fisicismo representativo cuando se trata de las energías del espíritu y de los sacramentos.
La teología conservadora de ayer, y en parte la falsamente progresista, de hoy, no han sabido desprenderse de ese anticuado gorro de pensar greco-romano, centrado en el estático pensamiento de Aristóteles y en el leguleyismo clasificatorio de los Jatinos. El caso Küng -tan inteligentemente analizado por un desconocido del clan intelectual, el padre Argimiro Turrado- es demostrativo de lo que digo: su avance progresista no puede ser sino superficial, porque usa las mismas categorías obsoletas de la tradición occidental, tan cerrada que olvidó a san Agustín y a san Francisco de Asís como pensadores de un nuevo mundo distinto del que influyó en nuestra historia de Occidente. El primero dio ejemplo de un dinamismo mental ejemplar; y el segundo fue precursor abortado de una lógica viva de carácter relacional y no clasificatorio, que por eso le llevó a ser tan reticente con el estudio de sus frailes en las universidades de entonces.
Si la ciencia ha avanzado tanto en este siglo no es por medio de nuevos conceptos, sino de nuevos juicios. Y la teología necesita inspirarse en sus hallazgos, y tirar por la borda casi todo lo que está haciendo, para centrar su pensamiento no en otras ideas también rígidas, aunque parezcan nuevas y chocantes, sino en nuevos juicios, nuevas relaciones entre las cosas y las personas. El oficio de clasificarlas en un número cada vez más grande de cajones no sirve para nada. Porque si yo, progresista, me meto -por así decirlo- en uno de esos cajones, todo lo valoro equivocadamente.
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