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Este discípulo de las disciplinas lingüísticas del siglo de oro es, sin duda, una de las mejores compañías para todo migrante latinoamericano culto dispuesto a sumergirse en la experiencia española con los cinco sentidos desplegados. Pero incluso si uno es un hijo “plenamente dialectal” de su pueblo, intuirá que muchos de los giros que lo separan del hombre peninsular configuran una riqueza léxica que no conviene rechazar. Y, no obstante, encuentro un grado de exageración en lo afirmado por el filólogo de Monterrey.
Abrazado por la indiscutible generosidad de una lengua compartida, el latinoamericano en Madrid necesitará, sí, traducir la jerga local a su propio universo dialéctico, pero de manera natural, tal y como se teje una conversación. Un dialecto es un distanciamiento, no una mutilación, o para decirlo con una imagen feliz del propio Reyes: “El hijo que alcanza la mayoridad es, a los ojos del padre, un dialecto de la familia”. ¿Hemos alcanzado nuestra mayoridad? Sin duda alguna; tan es así que ya no sentimos a España como una madre, aunque sólo sea por la incomodidad y el rubor que significaría seguir en el calor de su regazo, tan grandotes y peludos como estamos. Así pues, considero que la frontera dialectal es más bien una serie de velos que se van quitando sin esfuerzo conforme se suman semanas y semanas de estadía en una tierra que nos resulta cada vez menos extraña: una tierra de amigos y de primos.
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espero que te ayude