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Desde hace algunos años, las relaciones entre ciencia y fe están experimentando un acercamiento que en otros momentos parecía impensable. En mi opinión, en este proceso –proceso en el sentido de que se está desarrollando poco a poco y de manera muy sutil– han influido sustancialmente, al menos, tres factores.
1. El primero es de naturaleza religiosa. El prestigio impresionante de los dos últimos pontificados de la Iglesia católica, en los que se ha insistido mucho en la racionalidad de la fe y en la cuestión del conocimiento de la verdad, está dando su fruto de forma lenta pero segura. Las catequesis, marcadas por un trazo inteligente y atractivo, que han impartido Juan Pablo II y ahora Benedicto XVI, transmiten con claridad y eficacia la idea de que la Iglesia no es una especie de gueto espiritual que nada tiene que ver con el desarrollo y los logros cientí- ficos del hombre. Después de las experiencias tan dramáticas contra la existencia humana que hemos vivido y que aún vivimos cada día, se empieza a entender que la Iglesia es verdaderamente un garante cierto y vigoroso en la defensa del hombre ante una ciencia sin sentido que se puede volver contra el propio ser humano.
2. El segundo factor es la propia crisis de las ciencias experimentales que se ha producido en los últimos años del siglo pasado y principios de este. También aquí da la impresión de que un siglo XX cargado de impresionantes y devastadoras tragedias – como no se habían visto hasta ahora en la historia de la humanidad–, en el que ha jugado un papel muy relevante la ciencia con todo su arsenal tecnológico, pesa de forma abrumadora sobre la vida humana en la tierra. Además, se ha puesto de manifiesto el hecho de que la ciencia es insuficiente para dar respuestas convincentes a los grandes interrogantes del hombre contemporáneo, que son, en gran medida, de naturaleza ética y existencial.
Al mismo tiempo, las propias ciencias se han visto cercenadas en su abordaje investigador por la propia finitud del método experimental. Esto se ha visto especialmente en las disciplinas característicamente primadas en las últimas décadas: las ciencias biomédicas. Las grandes preguntas sobre el funcionamiento del cuerpo humano y el desarrollo de trastornos devastadores, como el cáncer y las enfermedades cardiovasculares, neurodegenerativas o mentales, están todavía en muchos aspectos sin responder. Asimismo, una de las ciencias biológicas más desarrolladas, la Neurociencia, ha puesto en la palestra que los grandes interrogantes sobre nuestro cerebro y su importancia en nuestra conducta se encuentran todavía a gran distancia de recibir respuestas esclarecedoras.
3. El tercer factor es el convencimiento de que la carencia de expectativas que presenta la ciencia experimental reclama la unidad de saber y la interdisciplinaridad. Ambas se consideran, cada vez más, como verdaderamente necesarias para adentrarse en los problemas más complejos del ser humano y de la naturaleza. Sin embargo, estos aspectos han sido muy olvidados en la formación de las personas, y ahora no se encuentran plenamente disponibles para quien los quiera utilizar. Hay algo que ha fallado, y simplemente volver atrás a rebuscar en el pasado no lo arregla. Se necesita una visión renovada del saber y de su ubicación antropológica en el ser humano.
De ahí el creciente interés en las relaciones entre la ciencia y la fe. En este diálogo, la cuestión de fondo es el conocimiento de la verdad. Fe y ciencia no se oponen sino que se complementan para llegar a la verdad. Es este uno de los puntos nucleares del mensaje de Benedicto XVI: el convencimiento de que todo lo que realmente es racional es compatible con la fe revelada por Dios y con las Sagradas Escrituras. Autores como, entre otros, Mariano Artigas, fundador de nuestro grupo de investigación Ciencia, Razón y Fe de la Universidad de Navarra (CRYF), han señalado además con gran acierto que la razón en su más amplio sentido –la filosofía– es un puente privilegiado para articular con m