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La transmisión de la idea de poder en la arquitectura
El uso y la construcción del espacio en el Barroco tienen un enorme componente sacro, mítico y cultural. La configuración de los edificios, las calles, las imágenes, el perfil propio de la ciudad ostentan un sentido simbólico y forman parte de los grandes y en ocasiones contradictorios procesos de disciplina social e individual que forjan la aparición y consolidación del hombre contrarreformista. No se trata de un uso uniforme, sino de un espacio de conflicto, de afirmación competitiva de las distintas instancias que se reclamaban intérpretes de la fe triunfante en Trento. La multiplicidad de factores, intereses, ambiciones, instituciones y personas que compiten por este estatus hizo del arte barroco punto de confluencia de discursos que interpretaban y proclamaban la presencia de Dios en el mundo y la necesidad mística del combate por su causa. El arte de la Iglesia Católica, desde sus múltiples pliegues y órdenes, sería expresión de las diversas sociedades que albergaba la enorme monarquía española. De Amberes a Manila, de Zacatecas a Nápoles o Valladolid, la arquitectura estable o efímera, la música y las artes figurativas no sólo proclamaban una Iglesia victoriosa, sino el poder que como tal debía corresponderle.
La arquitectura religiosa es determinante para la identidad histórica y el patrimonio cultural y artístico de los enclaves urbanos. Sus valores estéticos y riqueza visual repercuten en la imagen que el vecino y visitante se forjan de sus dirigentes o del clero que mandó fabricar las obras. De la representatividad que asumieron ciertos edificios y de la persistencia de su carácter preeminente es testimonio el hecho de que hayan sido buscados como sedes por las instituciones más representativas en los siglos XIX y XX.
Hablar del poder en arquitectura implica analizarla como hecho fenomenológico; considerar el uso del lenguaje artístico cómo transmisor ideológico o la elección de los materiales por su valor o por su simbolismo[1]; indagar cuáles son las estrategias para conseguir los objetivos; estudiar qué la distingue o identifica como perteneciente a una tipología, a una institución o estirpe familiar; ahondar en la interferencia entre lo eclesiástico y lo laico; etc.[2]. La significación del edificio debido a la función que cumple, su emplazamiento y conexión con el entorno construido o natural, su conformación, dimensiones y destino, entre otras cosas, movieron a los dueños y patrocinadores en mayor o menor grado aportando caudales y dejando memoria de sus actuaciones por medio de inscripciones que revelaban los nombres de quienes participaron en la construcción y de los gobernantes del momento. Si las armas e insignias del Ayuntamiento, cabildo de la catedral, prelado, orden religiosa o cofradía vinculaban el edificio a la corporación a la que pertenecía, manifestaban patronazgo o colaboración económica, las lápidas con sus leyendas daban cuenta de las personas.
Entre las artes, la arquitectura es la que proporciona cobijo al hombre. La funcionalidad es, por tanto, una de las aspiraciones prioritarias. Pero como la doble cara de una moneda, inseparable y unida a ella está la forma y, específicamente, el aspecto del edificio al exterior, reflejado fundamentalmente en las fachadas –con distinción de la principal-, pero también mediante las torres, espadañas, cúpula o monumentalidad y conformación volumétrica del complejo construido
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