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Durante las últimas tres décadas del pasado siglo XX, el mundo en general y América Latina en particular han vivido un proceso de profundas transformaciones de distinto signo. Una de estas grandes mutaciones, sin duda, consistió en la expansión de la democracia como opción de gobierno a escala mundial. En este escenario, no sólo se configuró una serie de condiciones que obligaron a repensar los espacios e instituciones básicas para la organización política–administrativa del Estado, sino que también se generó un conjunto de condiciones sociales que impulsaron la construcción de nuevas formas asociativas y de solidaridad social autónomas que exigieron la apertura de los espacios públicos y, por tanto, se acentuó la relevancia de la participación ciudadana en la consolidación de las democracias representativas, en tanto que el afianzamiento de esta forma de gobierno ya no depende sólo de que los ciudadanos ejerzan libremente sus derechos políticos, sino de que también éstos se involucren (participen) activamente en los diferentes ámbitos y etapas del quehacer público. (Vallespín, 2000; Giddens, 2000).
Desde nuestra perspectiva, la exégesis de la participación ciudadana se encuentra actualmente bifurcada. Por un lado, están las interpretaciones que resaltan la autonomía y lo alternativo, respecto de la esfera estatal, de dichos procesos participativos (es decir, la diferenciación entre Estado y sociedad) como los rasgos esenciales de su originalidad, así como los significados democratizadores y ciudadanos que, se supone, son propiedades inmanentes de dichos procesos. Por otra parte, el contacto y la proximidad (esto es, la comunicación e incluso la interacción entre lo estatal y lo social) recreados a través de dichos proyectos de participación ciudadana, son traducidos, regularmente, como propiedades secundarias o artificiales, en tanto que sólo denotan el despliegue de acciones estratégicas para la conformación de una mayor legitimidad democrática y el respectivo control de la participación ciudadana por parte de órganos de representación política.
Considerando lo anterior, aquí se propone una aproximación conceptual distinta para la explicación de los procesos de participación ciudadana. Concretamente, se argumenta que dicho proceso puede ser tratado como un espacio de interacción, comunicación y diferenciación entre el sistema estatal y el social, antes que como un fenómeno que discurre entre lógicas excluyentes e incompatibles entre sí, es decir, como una relación socio–estatal que, en tanto tiene la función de regular conflicto supuesto en la definición de los temas públicos y de la propia agenda político–social, es una relación que se encuentra acotada (en sus sentidos y orientaciones) por las nociones normativas derivadas de los significados de la democracia y de la propia categoría de ciudadanía.
Con el propósito de argumentar nuestra propuesta, se parte del planteamiento de que el término de participación ciudadana es un concepto cruzado por dos grandes ejes analíticos. El primero, asociado a la manifestación empírica–descriptiva de estas prácticas ciudadanas, nos remite a las dimensiones, objetivos y lógicas presentes en la manifestación de este proceso cívico–político, en que se pone en juego el carácter de las decisiones públicas. El segundo, el eje coligado con la discusión normativa que ha acompañado y, en algunos casos, configurado la manifestación histórica de los procesos de participación ciudadana, nos conduce a los fundamentos, principios democráticos y de ciudadanía con que se encuentran asociadas la expresión y creación de espacios de organización ciudadana, en los cuales se disputa la disposición y ejecución de los asuntos públicos. Con este esquema, en un primer momento, se presenta un recuento general de las delimitaciones conceptuales vertidas hasta ahora sobre el proceso de participación ciudadana.
Explicación:
espero que sea de ayuda