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habia una ves un siba el marino se cayo uy seExplicación:
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EL SEPTIMO y ULTIMO VIAJE
Un día, el califa Harún ar-Rashid envió por mí y me dijo que debía llevar un obsequio al rey de Senderib. A causa de mi edad y de los riesgos antes pasados, traté de rehuir el encargo del califa. Le resumí los graves peligros de mis otros viajes, pero no pude persuadirlo de que me dejara permanecer en mi hogar.
En suma, arribé a Senderib y solicité ver inmediatamente al Rey. Fui conducido al palacio con mucho respeto y puse en manos del monarca la carta y el obsequio del califa. Este consistía en ciertas obras de arte de gran belleza y extraordinariamente valiosas. El Rey, muy complacido por este regalo, expresó su agrado y también se refirió extensamente a lo mucho que estimaba mis servicios. Cuando me despedí, me dio algunos ricos regalos. A poco de hacernos a la mar, el barco fue atacado por unos piratas, quienes se apoderaron del velero y se alejaron, llevándonos a nosotros como esclavos.
Fui vendido a un mercader que, descubriendo que manejaba con cierta habilidad el arco y la flecha, me hizo subir tras de sí en un elefante y me llevó a una Inmensa foresta del país. Mi amo deseaba que yo me subiera a un árbol muy alto y allí esperara el paso de alguna manada de elefantes. Entonces debía dispararles flechas a cuantos pudiera y, si uno de ellos caía, debería correr a la ciudad y avisar al comerciante. Después de estas instrucciones, me entregó una bolsa con alimentos y me dejó solo. En la mañana del segundo día, avisté un gran número de elefantes y herí a uno de ellos mientras los demás huían. Regresé corriendo a la ciudad y di cuenta a mi amo. Quedó muy contento de mí y me alabó durante un buen rato. Regresamos al bosque y cavamos un hoyo en el cual el elefante debía permanecer hasta el momento de matarlo y, principalmente, de extraerle los colmillos.
Desempeñé ese mismo trabajo, con el arco y la flecha, por casi dos meses. En verdad, cada día que pasaba yo daba muerte a un elefante. Pero, una mañana, todos estos vinieron hacia el árbol sobre el que me encontraba y lo sacudieron horriblemente. Uno de ellos rodeó el tronco con su trompa y lo arrancó de raíz. Caí junto al árbol y el animal me puso encima de su lomo. Luego, a la cabeza de la manada, me llevó a un sitio donde me depositó nuevamente en tierra y, enseguida, todos se marcharon.
Me di cuenta de que me encontraba en una amplia y enorme colina, enteramente cubierta de huesos y colmillos de elefantes. Era su cementerio. Una vez más regresé a la ciudad a dar la noticia a mi amo, que pensaba que yo había perecido, porque había visto el árbol derribado, mi arco y mis flechas. Le conté lo que en realidad había sucedido y lo conduje a la colina del cementerio. Cargamos el elefante que nos transportaba con todos los colmillos que nos fue posible, y tuvimos tantos como un hombre puede recolectar en su vida entera. El comerciante dijo que no sólo él sino que toda la ciudad me debía mucho. Por esto, debería regresar a mi país con bastante riqueza para tener una vida feliz. Mi amo cargó un barco con ébano y los otros comerciantes me hicieron costosísimos regalos.
Llegué a Basora y desembarqué mi marfil, que valía todavía mucho más dinero de lo que yo había pensado. Inicié un viaje por tierra con varios mercaderes hasta Bagdad, donde fui a ver al califa y le informé de cómo había cumplido sus órdenes. Quedó tan sorprendido de mi historia de los elefantes, que mandó escribirla en letras de oro y ponerla en su palacio.
—Ahora que he terminado de contarte mis viajes —dijo Simbad—, yo te preguntaré, ¿no es justo que, a su término, yo pueda gozar de una vida quieta y pacífica?
Himbad besó la mano del antiguo viajero y dijo:
—Yo pienso, señor, que mereces todas las riquezas y comodidades de que gozas. ¡Ojalá puedan durarte por una larga vida!
Simbad le dio ricos presentes, le recomendó que abandonara su trabajo de mandadero y le ordenó que todos los días viniera a comer con él.