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Una vez al año, por el mes de Mayo, todos los gobernadores provinciales y los curacas de cierto rango debían presentarse donde el emperador; la fecha coincidía con la entrega de tributos, aunque se sabe que al mismo tiempo debían informarle al Inca de su gestión. Cada uno de ellos debía entregarle polvo de oro, plata y piezas de orfebrería en señal de sumisión. Al mismo tiempo el Inca escuchaba las quejas contra sus funcionarios y decidía por su suerte. Si habían satisfecho sus deseos, aquellos recibían a cambio, mujeres, tierras y concesiones de la más diversa índole, como el tener derecho a usar un parasol, a trasladarse en hamacas, a designarlos yonas o a tener el privilegio de beber en copas de oro o de plata, cosas que nadie se atrevía a hacer sin el permiso del Inca. Se regocijaba entonces junto a ellos, entregándoles regalos que otros le habían dado, generalmente obsequios con materiales que él mismo sabía que no se encontraban en las respectivas provincias.Pero también castigaba a los que según él merecían castigo. Los hijos de los curacas destinados a sucederlos eran mantenidos como rehenes y podían pagar las faltas de sus padres, aunque también se les educaba para ser buenos administradores; lo mismo hacían los faraones y los césares con los hijos de los reyes bárbaros. También los gobernadores provinciales tenían embajadores en la ciudad imperial que debían informar de todo cuanto sucediera en sus respectivas regiones. A pesar de la jerarquía tan estrictamente decimal, el emperador enviaba de tanto en tanto a sus tokoyrikok (los que todo veían), integrantes de la casta imperial y encargados de verificar la situación de la región donde eran enviados, haciendo preguntas sobre la conducta de los funcionarios y averiguando sobre los crímenes cometidos en la zona. Si la ocasión lo ameritaba se enviaban jueces especiales a castigar a quienes habían cometido faltas.
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