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El bautismo de adultos era el más común, en los primeros siglos del cristianismo, lo cual implicaba una conversión del paganismo o de las filosofías que circulaban en el Imperio romano. A quienes deseaban ser cristianos, las comunidades los sometían a varias pruebas y períodos de discernimiento o aprendizaje. Al inicio podían participar en las reuniones de la comunidad cristiana con un miembro de ella que se convertía en una especie de padrino. El hecho de que un buen número de mártires fueran todavía catecúmenos prueba que los períodos de catecumenado podían alargarse bastante.1 La situación sorprende si se compara con la facilidad con que, según los Hechos de los apóstoles, se ofrecía el bautismo a quienes escuchaban una predicación de un apóstol2 o simplemente lo pedían mientras iban de camino,3 pero también resulta sorprendente debido al hecho de que otras religiones no requerían estos tiempos de prueba a sus neófitos.
El catecumenado era pues una prueba y una precaución que se había juzgado necesaria para no admitir en la sociedad cristiana sujetos mal instruidos, poco firmes y capaces de abandonar su fe.
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