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La única obra poética de Alfredo Espino esconde en su interior la pasión y la tristeza por la vida de un hombre que supo mirar el alma de los salvadoreños a través de las señales que regala la naturaleza a los libres y limpios del alma.
“Un día -¡primero Dios!- has de quererme un poquito. Yo levantaré el ranchito en que vivamos los dos. ¿Qué más pedir? Con tu amor, mi rancho, un árbol, un perro, y enfrente el cielo y el cerro y el cafetalito en flor...”.
Estos tiernos versos los escribió el poeta Alfredo Espino en los años treinta, cuando todavía cientos de árboles se movían al ritmo de la limpia brisa de la campiña salvadoreña.
Espino ha sido considerado, desde su muerte el 24 de mayo de 1928, uno de los poetas más leídos y recitados de memoria entre gente de todas las edades.
Es que, como señala el escritor David Escobar Galindo, “El libro de Alfredo Espino se ha vuelto, con el tiempo, una especie de breviario sentimental y bucólico para los salvadoreños”.
Y mucho más que eso, la percepción de Espino sustrajo de la naturaleza los elementos necesarios para que vivieran eternamente en las 96 páginas de su único libro “Jícaras Tristes”.
La vida del poeta parece haber seguido un rumbo paralelo ente la vida y muerte: al parecer, se ahorcó, tomó pastillas o durante una de sus tantas crisis alcohólicas y depresivas se suicidó. El misterio de la muerte queda para la leyenda, pero queda la extraña belleza de sus poemas.
Tenía 28 años cuando murió. Su padre Alfonso Espino, profesor y poeta, recogió amorosamente los escritos de su hijo en un tomo de poemas que se publicaron en 1932, en el periódico “Reforma Social”.
La inclinación de Espino por la poesía proviene de un ambiente familiar propicio para ello. Su madre, Enriqueta Najarro de Espino, era maestra y poetisa. Tuvo ocho hermanos. Escribió poesía, se inclinó por la música, la pintura y la caricatura. En 1927, un año antes de morir, se doctoró en leyes la Universidad de El Salvador con la tesis “Sociología Estética”.