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De adolescente me enseñaron que dos fuerzas opuestas actuaban sobre un cuerpo en movimiento circular. Pero los físicos actuales tienden a considerar que la fuerza centrífuga no es tal, sino una reacción a la centrípeta, que es, por lo tanto, la única auténtica. Muchos políticos actuales siguen hoy anclados en la antigua y desfasada explicación.
Recientemente, varios presidentes de comunidades autónomas han hecho manifestaciones públicas de su deseo de devolver al Estado algunas de las competencias transferidas. Como es de rigor, la más estentórea ha sido la señora Esperanza Aguirre, que considera que la Administración de justicia debería ser la primera, pero no la única, en hacer el camino de vuelta hacia lo que según ella es su hábitat natural. Ni con un sustancial aumento en su presupuesto la justicia madrileña ha ganado en eficiencia por lo que mejor dejar sus riendas en manos del Gobierno central. La postura de su colega murciano es similar, pero se sustenta sobre un argumento distinto. Según sus palabras, quiere devolver las competencias sobre educación con la esperanza de ser seguido por las otras autonomías y así evitar que en otros lugares de España, donde no gusta esta condición, se enseñe una historia que no tiene nada que ver con España.
Esta confianza de que con matar al mensajero se resuelve el problema equivale a creer que la fuerza centrípeta puede anular por completo a la centrífuga. Craso error. La física moderna mantiene que esta última no es sino un reflejo, un eco, de la primera. Cuanto más fuerte es esta, más lo es su respuesta. Quienes no gustan de la condición de formar parte de España no solo no cambiarán de opinión con una devolución de las competencias de educación a un Gobierno uniformizador que imponga una determinada manera de explicar la historia, sino que extremarán su diferente interpretación de los acontecimientos pretéritos. Error similar cometen quienes claman por la ilegalización de Bildu. De hacerles caso, lo único que conseguirían es que se incrementara el número de simpatizantes de dicha formación y la identificación con su ideología. Como les ocurre a las meigas, haber independentistas, haylos. Y encontrarían la manera de expresar sus preferencias por medios alternativos a las urnas, no siempre de guante blanco.
Claro está que una manera no de anular, sino de disimular, la fuerza centrífuga consiste en apoyarse en la mayoría, después de haber definido el conjunto que tiene derecho a opinar de tal manera que la victoria esté asegurada. Eso sí, todo dentro de la más pura formalidad democrática. Si el Parlamento cree que se ha ido demasiado lejos en la descentralización y que conviene un reflujo, café para todos y santas pascuas. Y si considera que es un delito de sedición reivindicar el derecho a la autodeterminación, determinados partidos que alientan la independencia de sus territorios deberán ser ilegalizados. Además, siempre queda como último recurso, dentro del más puro espíritu democrático, cambiar la ley electoral de tal manera que el Parlamento esté dominado por quienes comulgan con estas dos ideas. Y si ninguno de estos mecanismos funcionara, basta con aplicar la receta del duque de la Victoria, el general Espartero, como se nos ha recordado recientemente.
Dos son las razones que han hecho rechinar los mecanismos del modelo autonómico. La primera, sin duda, es la inexperiencia como administradores de muchos de quienes súbitamente han tenido en sus manos las riendas de las comunidades en que se fraccionó el Estado centralizado. Ello ha sido especialmente cierto en las artificialmente creadas y por ello con nula tradición de autogobierno. En escaso tiempo crearon una burocracia poco profesionalizada, tintada de nepotismo y amiguismo. Ello ha provocado despilfarros e ineficiencias en el uso de los recursos. La segunda tiene que ver con el perverso sistema de financiación aplicado a las competencias traspasadas. Perverso porque conlleva que unos recauden y otros gasten con los efectos que son fáciles de imaginar y que la actual crisis ha magnificado. Perverso porque el cálculo del coste de los servicios no se ha revisado con los cambios de escenarios que la demografía, el progreso tecnológico y el aumento del nivel de vida han provocado.
Por ello, creo que antes de pensar en desandar el camino y devolver competencias, habría que revisar a fondo y con valentía el modelo de financiación. No introduciendo meros parches cosméticos, como se ha hecho en el pasado, que se han limitado a retocar los coeficientes de participación en los impuestos estatales en un cansino juego de escasos resultados. Cada palo ha de aguantar su vela y no como ahora, donde la confusión de responsabilidades es demencial. Esperemos que quien salga victorioso en la próxima contienda electoral tenga la valentía de encarar las raíces del problema y no opte por el cómodo repliegue que preconizan algunos presidentes autonómicos