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Tampoco parece que disponer de un gran talento o gozar de muy buena salud sean el punto clave. Son cosas que pueden favorecer, que pueden crear un clima propicio para sentirse feliz, pero no siempre es así, pues todos hemos visto muchos ejemplos de personas muy inteligentes que han arruinado completamente sus vidas, o de otros que, por el contrario, con ocasión de la enfermedad han descubierto una nueva dimensión de su vida y han madurado y sido mucho más felices.
Por ejemplo, muchas veces sufrimos, o nos embarga como un sentimiento de desánimo, o de agobio, o de fatiga interior, y no hay a primera vista una explicación externa clara, porque no hemos tenido ningún contratiempo serio, ni tenemos hambre, ni sed, ni sueño, ni nos faltan la salud o las comodidades que son razonables.
Sin embargo, hay que pensar que es precisamente la decepción es la que nos brinda la oportunidad de mejorar y ser más felices. Igual que el dolor físico tiene la inestimable utilidad de avisar de que algo en nuestro cuerpo no va bien, esos dolores de que hablamos nos advierten de que algo en nuestro interior debe cambiar. Es positivo —además de natural— que notemos con intensidad el peso de nuestros errores: si no fuera así, sería muy difícil que nos corrigiéramos.
Quizá el aprendizaje más duro de la vida sea el de la decepción: aceptar que las cosas, empezando por la realidad de nosotros mismos, no son como las queríamos, como las pensábamos, o como nos las habían contado; que las cosas no son tan sencillas, que la vida no es tan fácil. Pero, como ha escrito Enrique Rojas[14]La conquista de la felicidad no es algo a lo que se llega de modo improvisado o casual; se alcanza tras un largo esfuerzo sobre nosotros mismos, es como una obra de ingeniería personal continuada.
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