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El racismo es ese odio irracional contra aquellos que “pertenecen a otra raza”, que son diferentes. Si partimos de que, para la casi mayoría absoluta de biólogos, no existe otra raza humana que el Homo sapiens y todas las demás diferenciaciones son producto de intereses ideológicos, sociales o políticos; parece que ese término ya cojea desde su propia raíz. La historia del ser humano está plagada, por desgracia, de casos y casos en los que unos han dominado sobre otros, de guerras y odios contra pueblos ajenos por la simple necesidad de tener que odiar a alguien y de discriminaciones injustas que han dividido a los pueblos desde hace demasiado tiempo.
Grandes nombres como Martin Luther King, Rosa Parks, Rigoberta Menchú o Nelson Mandela han pasado a la historia precisamente por haberse convertido en los rostros visibles de todos aquellos excluidos y maltratados que decidieron no seguir bajando la cabeza y defender los derechos inalienables que poseen como personas libres. Desde la esclavitud que asoló al mundo durante siglos, hasta las consecuencias de las políticas expansionistas de las potencias europeas y las políticas raciales que (por desgracia) se extendieron tantísimo en el siglo XX; el racismo ha sido siempre una herramienta de determinados poderes o sectores de la sociedad para dirigir a las masas contra un falso enemigo al que poder culpar de todos los males del mundo.
Protestas por el asesinato de George Floyd
Por desgracia, todavía hoy la lacra del racismo perdura en la sociedad, actuando como un sesgo mortal. El reciente suceso de un ciudadano afroamericano asesinado por asfixia a manos de un policía en Estados Unidos, unido a otros muchos incidentes similares en Norteamérica, ha desatado una ola de protestas para terminar con los ataques injustificados a las personas afroamericanas, que suponen un 13 % de la población total de EE UU; y los estadounidenses de origen latino o hispano, que suponen un 15 %.
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