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Durante la primera jornada de la batalla de Custozza, el 24 de julio de 1848, sesenta soldados de un regimiento de infantería de nuestro ejército, que habían sido enviados a una altura para ocupar cierta casa solitaria, se vieron de pronto asaltados por dos compañías de soldados austriacos. Atacándolos por varios lados, éstos apenas les dieron tiempo de refugiarse en la morada y de reforzar precipitadamente la puerta, después de haber dejado algunos muertos y heridos en el campo.
Asegurada la puerta, los nuestros acudieron a las ventanas del piso bajo y del primer piso y comenzaron a hacer certero fuego sobre los sitiadores, los cuales, acercándose poco a poco, colocados en forma de semicírculo, respondían vigorosamente. Los sesenta soldados italianos eran dirigidos por dos oficiales subalternos y un capitán viejo, alto, seco, severo, con el pelo y el bigote blancos. Estaba con ellos un tamborcillo sardo, muchacho de poco más de catorce años, que representaba escasamente doce, de cara morena aceitunada, con ojos negros y hundidos, que echaban chispas.
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