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Respuesta:
porque Dios lo creó a imagen y semejanza con mucho amor
Explicación:
Respuesta:
uando los astronautas contemplan la Tierra, el planeta Tierra, desde una órbita extraterrestre, les aparece, en la inmensidad del cosmos, como la casa del hombre, su morada, su mansión.
El hombre, hecho, a lo que parece, del barro, del limo de la tierra, el hombre terrenal, necesita ésta para vivir. Cuando sale de su esfera tiene que llevar el agua, el aire, la alimentación y el entorno que le sustentan en ella, y siente, como irresistible, la atracción física y moral de la tierra. La ley de la gravedad le ata y le impele con la misma severidad que a las demás cosas y seres creados; solamente como un breve y aparatoso inciso puede sustraerse a ella.
Pero tanto necesita el hombre de la Tierra como ésta del hombre, para ser el único planeta o astro conocido que no solamente tiene materia y energía, sino que tiene también vida. En el principio, cuando creó Dios los cielos y la tierra, ésta «era algo caótico y vacío, y tinieblas cubrían la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas». A estas tinieblas y ese caos llegó primero la luz física; luego, la aparición de la tierra seca, antes cubierta por las aguas, y finalmente, la vida; primero, la vida vegetal; después la vida zoológica del agua, del aire y de la tierra, y por último, la vida humana. El universo conocido está lleno de materia y energía, que parecen ser la misma cosa. Una vida que consiste en nacer, vivir, reproducirse y morir, en un ciclo incesante y profundamente misterioso.
De donde haya salido la materia en todas sus formas, la energía con todas sus manifestaciones, la vida en todas sus variedades, es cosa que solamente puede ser objeto de creencia o de imaginación, no de ciencia. Las dos tesis contrapuestas de la creación y la evolución van acortando sus distancias. Jamás podrá la ciencia probar nada sobre el origen del universo y de la vida. Se ha hecho más cauta, más humilde y, por ello, más profunda, que es como crece la ciencia -como crece todo- Sin renunciar a las «pruebas» -contar, pesar y medir-, que son su fundamento, tiende más y más a la «probabilidad». De la física cuantitativa, la relatividad y la física atómica, se puede decir, desde una «indocta ignorancia», que se trata de una matemática «imaginaria» que viene desde Platón. A todo hombre de ciencia se aplica el dicho shakespeariano de que «hay más cosas entre el cielo y la tierra que las que caben en su filosofía».
Por su parte, la fe se ha hecho menos dogmática. Porque «la letra mata, mas el espíritu vivifica»; ha renunciado a la interpretación literal de los textos inspirados y, sin dudar de su credibilidad, se ha sumergido en una crítica y una exégesis mucho más profunda y severa de ellos que lo que han sido los del pensamiento agnóstico. Hay, sí, creación ex nihilo, pero lo que sean la creación o génesis y la nada, siendo cosas tan prodigiosas, requieren, para su aceptación, una fe no menos prodigiosa que ellas mismas. Una fe sencilla y valerosa.
Lo que anima, embellece y enaltece el conjunto del universo visible o perceptible -del invisible o imperceptible nada se sabe- es la vida, y dentro de ella, la vida humana emerge como el supremo valor. Que del hombre, que es un ser que conoce del bien y del mal, capaz de perfección y de corrupción, de esperanza y de desesperación, de gozo y de dolor, de odio y de amor, con raíces de todo ello ancladas en su corazón desde que nace hasta que muere, pueda decirse que es un producto del azar y la casualidad, del juego infinito de las moléculas y de los átomos, es desconcertante; pero ocurre que la inteligencia humana es un instrumento tan maravilloso que puede moverse y alcanzar desde la más pura sabiduría a la más perfecta imbecilitas (y que cada uno entienda como quiera lo que es sabiduría y lo que es imbecilitas).
El hombre, en esa versión, no sería la criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, cosa considerada mítica, fabulosa, quimérica, nacida de la imaginación y del natural anhelo de felicidad consustancial a la menesterosidad e infelicidad del hombre. Este crearía a Dios y pondría su anhelo y su esperanza en la obra, material o ideal, de su propia creación. El Dios de los cristianos sería uno de tantos ídolos, porque el ídolo es ese fruto de las manos o de la imaginación del hombre, al que se rinde culto; y así, en esa línea de pensamiento, se llega desde decir que el hombre no ha podido salir de la nada, a presentarle como «un ser para la nada». En verdad, si un ser como el hombre fuese el producto de la casualidad y el azar, habría que deificar lo uno y lo otro, porque solamente siendo dios o diosa una y otra cosa se puede imaginar un tal portento; así como también habría que reconocer que la «nada», recibiendo a tales seres, hechos para ella, se enriquecía y potenciaba.