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Actualmente, las demandas de visibilidad y reconocimiento de las identidades particulares y de las diferencias en el espacio público han cuestionado las políticas de asimilación o de tolerancia, practicadas hasta no hace mucho en nombre del principio moderno de la igualdad, entendido ahora como uniformador y poco inclusivo. En este sentido, el imaginario liberal de una ciudadanía unitaria u homogénea ha empezado a esfumarse del horizonte. El asunto, por una parte, es de qué manera la construcción de la ciudadanía en el espacio público escolar, particularmente en contextos multiculturales, pueda seguir representando un espacio común de convivencia, sin anular ni asimilar las diferencias culturales. Por otra, cómo articular espacios (escolares y sociales) de integración ciudadana, respetuosos con las identidades culturales.
Vivimos en una situación paradójica en que, por una parte, las diferencias culturales en nuestras sociedades globalizadas e informacionales son, probablemente, menores que en otros momentos históricos. No en vano los medios de comunicación imponen un modelo cultural y son auténticas “fábricas” de asimilación cultural, cuando no de hibridación entre unas y otras. En este contexto en que lo global ahoga y extinge la diversidad, bajo una mayor homogeneización cultural, emerge con fuerza la reafirmación de lo culturalmente propio. Estas diferencias son ahora vividas como identidades propias. De ahí que la reivindicación identitaria y la exigencia de su reconocimiento sea mayor que nunca.Un tema silenciado hace unas décadas se ha convertido en centro de la discusión social, afectando a las metas, sentido y prácticas docentes de la educación pública. Por su parte, el incremento de inmigración a los países occidentales europeos (provocada por la globalización, neoliberalismo y la baja natalidad) está dando lugar a sociedades crecientemente pluriculturales que exige, paralelamente, una respuesta escolar.