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Cuarenta minutos arriba del taxi. Por la ventana se ve una calle grande y una interminable fila de autos. El taxímetro marca 80.00 pesos. Las historias del taxista ya no son interesantes, al contrario, ahora parecen extraños relatos. La anti turista tiene su celular chileno en la mano. Pero no sirve, no usa, para qué. Para ver un mapa por ejemplo. No está nerviosa y confía aún, aunque cada vez menos.
Media hora después (1 hora y 20 minutos desde la subida al coche), el taco parece desaparecer, el conductor ya no habla, las calles son absolutamente desconocidas, pero la anti turista aún cree que van en dirección a su destino.
El taxímetro marca 150.00 pesos y el taxista dice estar en el lugar. Pero aquí, no hay luchas. -Usted me dijo Arena Ciudad de México. -No, dije Arena México. A las luchas. -Pues se equivocó entonces.
-No me equivoqué. Pero no se preocupe, aquí me bajo. La anti turista planea bajar, pero el auto acelera.
-Yo la voy a llevar a donde va, nada más nos devolvemos por donde veníamos, luego a la izquierda y luego luego está.
Ese es el momento en que pasan por la mente tres opciones: tirarte por la ventana, pegarle al conductor y tomar el control del taxi, o no hacer ninguna de las anteriores y quedarte inmóvil ante la cantidad de pensamientos que aparecen dándote a conocer las infinitas posibilidades de cosas que podrían pasar adentro de ese taxi. La mayoría de ellas nada buenas.
La anti turista descartó tirarse por la ventana por el hecho de ir a más de 80 kilómetros por hora. No sabe manejar, por lo tanto, tampoco podría pegarle al taxista y robar el control. No quedó otra opción que la tercera. Para un buen turista, de los chinos con cámara de fotos, por ejemplo, existiría una cuarta posibilidad: llamar por teléfono a alguien. Pero en esta historia no hay celular.
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