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Después del arresto de Jesús en el jardín de Getsemaní, los apóstoles lo abandonan por temor y escapan. Sin embargo, dos de ellos dejan de huir. Son Pedro y “otro discípulo”, por lo visto, el apóstol Juan (Juan 18:15; 19:35; 21:24). Puede que alcancen a Jesús mientras lo llevan a la casa de Anás. Luego, cuando Anás envía a Jesús al sumo sacerdote, Caifás, los dos apóstoles lo siguen de lejos. Probablemente tengan una mezcla de sentimientos: por un lado, temor por su propia vida y, por otro, preocupación por lo que le sucederá a su Maestro.
Juan conoce al sumo sacerdote y por eso logra entrar en el patio de la casa de Caifás. Por su parte, Pedro espera fuera, en la puerta, hasta que Juan regresa y habla con la sirvienta que está de portera. Entonces ella deja entrar a Pedro.
Es una noche fría, así que los que están en el patio hacen un fuego de carbón, y Pedro se sienta con ellos para mantenerse caliente mientras espera. Quiere ver en qué termina el juicio contra Jesús (Mateo 26:58). Ahora, a la luz de la lumbre, la sirvienta que dejó entrar a Pedro puede verlo mejor y le pregunta: “¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?” (Juan 18:17). Y no es la única que lo reconoce, otros también lo acusan de acompañar a Jesús (Mateo 26:69, 71-73; Marcos 14:70).
Entonces, Pedro se pone muy alterado, porque quiere pasar desapercibido, y se aparta hacia la entrada. Es más, niega que andaba con Jesús, hasta el punto de decir: “Ni lo conozco ni entiendo de qué me hablas” (Marcos 14:67, 68). Además, empieza “a maldecir y a jurar” que dice la verdad. Con eso da a entender que está dispuesto a que le caiga una maldición y sufrir una calamidad si lo que dice no es cierto (Mateo 26:74).
Mientras tanto, el juicio contra Jesús sigue adelante, quizás en una parte de la casa de Caifás más alta que el patio. Puede ser que Pedro y los demás que esperan abajo vean entrar y salir a los testigos que pasan a declarar.
El acento galileo de Pedro es un indicio de que no ha dicho la verdad. Es más, en el grupo hay un pariente de Malco, el hombre al que Pedro le cortó la oreja. Así que, una vez más, Pedro se encara a la misma acusación: “¿No te vi yo en el huerto con él?”. Pero él lo niega por tercera vez y, entonces, un gallo canta, tal y como predijo Jesús (Juan 13:38; 18:26, 27).
En estos momentos, parece que Jesús se encuentra en un balcón con vistas al patio. El Señor se vuelve y mira fijamente a Pedro. Seguro que al apóstol se le parte el corazón. Recuerda lo que Jesús le ha dicho apenas unas pocas horas antes en la cena de la Pascua. ¡Imagínese cómo tiene que sentirse Pedro! La culpa por lo que ha hecho le pesa en el corazón como una losa. Sale de ahí y rompe a llorar desconsoladamente (Lucas 22:61, 62).
Pero ¿cómo ha podido pasar eso? ¿Cómo es posible que Pedro, que estaba tan seguro de su fortaleza espiritual y lealtad, haya negado conocer a su Maestro? En esta ocasión, se está tergiversando la verdad y se está dando a entender que Jesús es un despreciable delincuente. Justo en el momento en el que Pedro podía haber defendido a un hombre inocente, va y le da la espalda al que tiene “palabras de vida eterna” (Juan 6:68).
Este triste episodio de la vida de Pedro encierra una lección: incluso una persona con fe y devoción a Dios puede ser vulnerable si no está bien preparada para enfrentar las pruebas o tentaciones inesperadas. Que la experiencia de Pedro sirva de advertencia para todos los siervos de Dios.