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Desde los primeros tiempos, la humanidad ha soportado innumerables enfermedades, plagas y epidemias que han diezmado y aterrorizado a la población a lo largo y ancho del mundo. No en vano, para hallar los primeros testimonios de la peste (nombre genérico con el que los antiguos se referían a las epidemias), no hay más que acudir al Antiguo Testamento, donde en el Libro del Éxodo (9,5) puede leerse: «Jehová dijo a Moisés y Aaron: Coged puñados de ceniza de horno y espárzala Moisés hacia el cielo a vista de Faraón y se convertirá en polvo menudo en toda la tierra de Egipto de lo que resultarán tumores apostemados así en los hombres como en las bestias». Dado que el pueblo egipcio se preocupaba bastante por el estudio y la búsqueda de soluciones a enfermedades de todo tipo —se menciona a Imhotep, nacido en el 2690 a.C., como fundador de la medicina a orillas del Nilo—, sabemos que dominaban remedios curativos de gran efectividad. Un ejemplo lo encontramos en el «Papiro de Ebers», considerado uno de los primeros ‘manuales’ de medicina de la historia, y donde se nos muestra «una larga lista de enfermedades relacionadas con la medicina interna, sus respectivos síntomas.
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