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Llega un momento en la vida de todo muchacho rectamente constituido en que siente un devorador deseo de ir a cualquier parte y excavar en busca de tesoros. Un día, repentinamente, le entró a Tom ese deseo. Se echó a la calle para buscar a Joe Harper, pero fracasó en su empeño. Después trató de encontrar a Ben Rogers: se había ido de pesca. Entonces se topó con Huck Finn, el de las Manos Rojas. Huck serviría para el caso. Tom se lo llevó a un lugar apartado y le explicó el asunto confidencialmente. Huck estaba presto. Huck estaba siempre presto para echar una mano en cualquier empresa que ofreciese entretenimiento sin exigir capital, pues tenía una abrumadora superabundancia de esa clase de tiempo que no es oro.
— ¿En dónde hemos de cavar?
— ¡Bah!, en cualquier parte.
— ¿Qué?, los hay por todos lados.
— No, no los hay Están escondidos en los sitios más raros...; unas veces, en islas; otras, en cofres carcomidos, debajo de la punta de una rama de un árbol muy viejo, justo donde su sombra cae a media noche; pero la mayor parte, en el suelo de casas encantadas.
— ¿Y quién los esconde?
— Pues los bandidos, por supuesto. ¿Quiénes creías que iban a ser? ¿Superintendentes de escuelas dominicales?
— No sé. Si fuera mío el dinero no lo escondería. Me lo gastaría para pasarlo en grande.
— Lo mismo haría yo; pero a los ladrones no les da por ahí: siempre lo esconden y allí lo dejan.
— ¿Y no vuelven más a buscarlo?
— No; creen que van a volver, pero casi siempre se les olvidan las señales, o se mueren. De todos modos, allí se queda mucho tiempo, y se pone roñoso; y después alguno se encuentra un papel amarillento donde dice cómo se han de encontrar las señales..., un papel que hay que estar descifrando casi una semana porque casi todo son signos y jeroglíficos.
— Jero... qué?
— Jeroglíficos...: dibujos y cosas, ¿sabes?, que parece que no quieren decir nada.
— ¿Tienes tú algún papel de esos, Tom?
— No.
— Pues entonces ¿cómo vas a encontrar las señales?
— No necesito señales. Siempre lo entierran debajo del piso de casas con duendes, o en una isla, o debajo de un árbol seco que tenga una rama que sobresalga. Bueno, pues ya hemos rebuscado un poco por la Isla de Jackson, y podemos hacer la prueba otra vez; y ahí tenemos aquella casa vieja encantada junto al arroyo de la destilería, y la mar de árboles con ramas secas..., ¡carretadas de ellos!
— ¿Y está debajo de todos?
— ¡Qué cosas dices! No.
— Pues entonces, ¿cómo saber a cuál te has de tirar?
— Pues a todos ellos.
— ¡Pero eso lleva todo el verano!
— Bueno, ¿y qué más da? Supónte que te encuentras un caldero de cobre con cien dólares dentro, todos enmohecidos, o un arca podrida llena de diamantes. ¿Y entonces?
A Huck le relampaguearon los ojos.
— Eso es cosa rica, ¡de primera! Que me den los cien dólares y no necesito diamantes.
— Muy bien. Pero ten por cierto que yo no voy a tirar los diamantes. Los hay que valen hasta veinte dólares cada uno. Casi no hay ninguno, escasamente, que no valga cerca de un dólar.
— ¡No! ¿Es de veras?
— Ya lo creo: cualquiera te lo puede decir. ¿Nunca has visto ninguno, Huck?
— No, que yo me acuerde.
— Los reyes los tienen a espuertas.
— No conozco a ningún rey, Tom.
— Me figuro que no. Pero si tú fueras a Europa verías manadas de ellos brincando por todas partes.
— ¿De veras brincan?
— ¿Brincar?... ¡Eres un mastuerzo! ¡No!
— ¿Y entonces por qué lo dices?
— ¡Narices! Quiero decir que los verías... sin brincar, por supuesto: ¿para qué necesitaban brincar? Lo que quiero que comprendas es que los verías esparcidos por todas partes, ¿sabes?, así como si no fuera cosa especial. Como aquel Ricardo el de la joroba.
— Ricardo... ¿Cómo se llamaba de apellido?
— No tenía más nombre que ése. Los reyes no tienen más que el nombre de pila.
— ¿No?
— No lo tienen.
— Pues, mira si eso les gusta, Tom, bien está; pero yo no quiero ser un rey y tener nada más el nombre de pila, como si fuera un negro. Pero dime, ¿dónde vamos a cavar primero?
— Pues no lo sé. Supónte que nos enredamos primero en aquel árbol viejo que hay en la cuesta al otro lado del arroyo de la destilería.
— Conforme.
Así, pues, se agenciaron un pico inválido y una pala, y emprendieron su primera caminata de tres millas. Llegaron sofocados y jadeantes, y se tumbaron a la sombra de un olmo vecino, para descansar y fumarse una pipa.
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