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Érase una vez un día nublado en Dallas, donde Paolo fué al zoológico. Era inmenso, tan gigante como el océano Atlántico. Justo en el momento en que entró escuchó un maravilloso canto de ángel, era una jaula con miles de pájaros hablando entre ellos con su idioma tan particular. Luego continuó adelante para ver a los leopardos, ¿serían tan feroces como los que viven en la selva? después se encontró con los reptiles, que se desplazaban, nadaban, comían y dormían en el lugar donde vivían felices.
Luego de algún rato caminando, llegó a la jaula de los leones, eran hermosos, tanto como el atardecer en una tarde soleada. Sus melenas de algodón hicieron que se quedara allí al menos media hora viéndolos bajo el inmenso cielo nublado y los pocos rayos de sol que se filtraban a través de las nubes esa mañana.
Seguidamente, prosiguió a descansar al lugar donde se duchaban los hipopótamos, un inmenso lago rodeado de flores tan bellas como el canto de un ruiseñor en primavera. Finalmente, visitó a los pingüinos, que caminaban y jugaban entre ellos como niños traviesos. Al final, Paolo vivió un día diferente y no quería que terminara.