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Las innumerables especies vegetales y animales de las que derivan nuestros alimentos actuales han sido reclutadas para ese fin por un largo y cruento proceso de prueba y error que ha quedado impreso en la memoria innata de la especie de modo que cualquier individuo pueda discriminar, en primera instancia, entre alimentos tóxicos e inocuos. Nos alimentamos de otros seres vivos que en principio no nos estaban destinados y cuyo éxito evolutivo ha dependido en gran medida del desarrollo de barreras defensivas que les permitieran resistir los ataques de virus, bacterias, hongos o insectos y la depredación por toda suerte de especies animales, incluida la humana. Estas defensas consisten principalmente en fuertes barreras físicas –lignina, celulosa, otros polímeros– y en un riquísimo arsenal de compuestos tóxicos que de forma conjunta hacen muy difícil y arriesgada la masticación y la digestión de la mayoría de los alimentos potenciales. Dichas circunstancias debieron dar lugar a limitaciones en la variedad del repertorio de alimentos disponibles en la dieta natural primitiva, y cabe pensar que, como consecuencia, se debieron dar restricciones en la cantidad de alimento disponible y en la capacidad de sustento de un medio dado.
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