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Mi abuela nunca enseñó a mi madre a hablar quechua. Así, la que debía haber sido nuestra lengua, el primer vehículo de nuestras emociones, la materia racional con la que debíamos configurar nuestro mundo, quedó abolida para siempre de nuestras vidas, suspendida en un limbo al que apenas pudimos asomarnos: mishki, warmi, wawa. Hay razones estructurales para esto. Cuando mi madre llegó a Lima procedente de la zona andina de la región de Ancash, al norte de la capital peruana, ella no lo sabía pero formaba parte de una oleada migratoria.
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