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El viejo guía indio y el niño blanco de diez años (que igual tiene sangre mestiza), se distinguen claramente también en el tratamiento de respeto, mezclado con cariño, del viejo respecto del “patroncito”. La ofrenda de piedra supone la comprensión de un motivo positivo de civilización en la cruz del cerro (pero va del viejo indio hacia el niño blanco, no al revés), en que una costumbre ancestral se ha incluido en el cristianismo configurando esa síntesis que es el Perú, asumiendo que las diferencias culturales no son indiferentes y que la purificación de las supersticiones antropológicamente negativas no es perjudicial sino todo lo contrario. Al viejo le producía cierto malestar, “inclusive temor”, dice el narrador, la irreverencia del muchacho, porque es algo maligno. La religiosidad que ayuda al hombre a situarse en el mundo con una referencia trascendente es desde todo punto de vista deseable, aunque no debe imponerse sino por convicción propia, con respeto a la sensibilidad de la persona, del mismo modo como el anciano convence al niño descreído que, finalmente, hace la ofrenda de piedra aunque no termine de entender –he ahí el misterio de la fe– por qué se siente llamado a hacerlo.