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El pasado 2 de octubre los colombianos en el plebiscito por la paz dejaron en evidencia que la sociedad está dividida. Por una parte, una mayoría de la sociedad urbana y que vive en la región Andina se opone al proceso de paz y por otra, una Colombia rural del Caribe, el Pacífico y las llanuras quiere que el conflicto finalice. Esas dos miradas antagónicas han estado presentes desde el siglo XIX. Varios historiadores como David Bushnell o Marco Palacios, así como expertos en el conflicto colombiano como el francés Daniel Pécault, han afirmado que Colombia está dividida en dos países, uno urbano y otro rural.
Y esos dos países piensan diferente. Existen imaginarios que demuestran que muchos habitantes de las ciudades desconocen la vida y la realidad en las zonas rurales, a pesar de que las ciudades se han alimentado durante décadas de miles de campesinos desplazados, que como consecuencia de la guerra o la falta de oportunidades, llegan a engrosar los cinturones de miseria y poco a poco olvidan sus raíces campesinas para adaptarse a las dinámicas laborales y sociales de las ciudades.
Hoy las zonas rurales de Colombia son las que pueden empezar a cerrar el círculo de violencia que nos ha afectado desde hace décadas, pero para eso se requiere fortalecer la educación rural. Las políticas deben mirarse desde la primera infancia hasta la educación superior. Las brechas entre escolaridad, alfabetización, acceso, cobertura y calidad son abismales entre las ciudades y las zonas rurales. Por ejemplo, según las cifras del informe de Colombia rural publicado por SEMANA, el 18.5% de los adultos en el campo no saben leer y escribir, contra el 3% que se registra en las áreas urbanas. Desde el acceso a la educación básica comienzan las grandes brechas.
La educación rural enfrenta retos que tienen que asumirse. Tal es el caso de la mirada de qué enseñar. Por una parte hay una generación de jóvenes en zonas rurales que no quieren ser identificados como campesinos y consideran que deben tener oportunidades de estudios como los jóvenes de las ciudades, es decir, un campesino que quiere ser médico, ingeniero de sistemas o administrador, lo cual demostraría la posibilidad de acceso y equidad en la educación. Pero por otra parte, el campo colombiano está envejeciendo. En el último censo campesino se evidencia una reducción en la mano de obra, los cafeteros se lamentan de ya no encontrar recolectores de café, al parecer sistemas de subsidios como familias en acción hacen que algunos habitantes se conformen con el subsidio y no quieran trabajar. Por eso, también se requieren estímulos para estudiar con la práctica en actividades del campo, proyectos productivos y alternativas para mejorar los suelos y la producción agropecuaria, en el cual fundaciones y organizaciones como Colombia Responde han venido trabajando proyectos focalizados.
En síntesis, el país urbano que desconoce al rural vive de él, pues depende de sus alimentos, de su carne, de su agua. Entre tantas cosas, fortalecer la educación rural es prioritario para que la estabilidad llegue al campo, para que sea productivo, para que los jóvenes puedan acceder a educación y que la misma sea de calidad. El próximo Ministro de Educación debe tener en mente las acciones para desarrollar en la Colombia rural, pues sólo así podemos pensar en un país que construye paz y que cierra las brechas entre sus ciudadanos para que con el paso del tiempo tengamos una sola Colombia.
Este artículo hace parte de la edición N°19 de la revista Semana Educación. Para informarse más sobre lo que pasa en educación en Colombia y en el mundo suscríbase aquí.
*Editor jefe Semana Educación @hurtadobeltran
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