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El siglo XX fue, sin lugar a dudas, el más letal de la historia de la humanidad. 110 millones de personas perecieron en los conflictos armados de dicho siglo, con dos guerras mundiales que regaron de muerte los cinco continentes (16 millones de muertos en la primera y 36 en la segunda), y un largo período de guerra fría que significó la exportación de la muerte a los países del sur, a la periferia, en lo que se ha venido a llamar “guerras por delegación” donde las grandes potencias dirimían sus luchas de intereses a través de terceros países (Angola, Mozambique, Afganistán, etc.). La década de los años ochenta fue una época de “inseguridad controlada”, con guerras de baja intensidad, profusión de guerrillas y predominancia de los factores externos en el desarrollo de los conflictos. La década posterior, la de los noventa, fue en cambio de un “desorden generalizado”, con un afloramiento de los conflictos étnicos, el debilitamiento de los Estados y el predominio de las guerras civiles. Las guerras entre Estados, típicas del pasado, habían prácticamente desaparecido.
Sin contar las dos guerras mundiales, los conflictos más mortíferas del siglo pasado fueron la guerra de Corea (2’9 millones de muertos), el genocidio de Camboya (2 millones), la guerra civil de Nigeria (2 millones), la guerra del Vietnam (2 millones), la guerra civil del sur del Sudán (2 millones), la invasión india a Bangladesh (1’5 millones), la guerra civil de Rusia (1’3 millones), la guerra civil española (1’2 millones), el genocidio armenio (1 millón), las luchas entre musulmanes e hindúes en la India (800.000), el genocidio de Ruanda (600.000), la guerra entre Etiopía y Eritrea (545.000) y la guerra Irán-Iraq (400.000). Otros conflictos provocaron más de 100.000 muertos. Un balance, en suma, catastrófico en cuanto a capacidad de los seres humanos de regular sus disputas a través de medios pacíficos.
¿Seguirá el siglo XXI la senda destructiva del siglo anterior o, por el contrario, hay motivos para pensar que hemos entrado en un nuevo ciclo en cuanto a conflictividad se refiere? Todo apunta, por fortuna, que la experiencia letal del siglo XX no va a repetirse. Los datos del Programa de Conflictos de la universidad de Uppsala señalan que hemos pasado de tener 32 conflictos armados de gran intensidad en 1990, a 19 en el 2000 y 17 en el 2009, con lo que prácticamente hemos reducido a la mitad este tipo de conflictos en el espacio de veinte años. Los datos de 2010 apuntan además a un estancamiento. En el 2010, no existía ningún conflicto armado que hubiera provocado más de 10.000 víctimas mortales en un año, aunque la guerra de Iraq acumulaba más de 100.000 muertos civiles desde su inicio en el 2003. Compárese esta cifra anual con las mencionadas anteriormente y podrá advertirse el cambio de paradigma en cuanto a conflictividad se refiere. No estamos todavía ante la desaparición de las guerras, pero este fenómeno social es cada vez menos frecuente y menos letal.
En los años 60, el 80% de las guerras civiles terminaban con la victoria militar de una de las partes. En los 90, este porcentaje se había reducido al 23%, y hoy día es inferior al 10%. Estamos, por tanto, ante una nueva realidad. Todavía vivimos en un mundo conflictivo, pero son de otro tipo que los de hace tres o cuatro décadas, y siguen pautas diferentes.
¿Cómo son los conflictos del 2011? Según la base de datos del programa de conflictos de la Escola de Cultura de Pau[1], existen 30 conflictos armados, entendiendo por conflicto armado todo enfrentamiento protagonizado por grupos armados regulares o irregulares con objetivos percibidos como incompatibles en el que el uso continuado y organizado de la violencia: a) provoca un mínimo de 100 víctimas mortales en un año y/o un grave impacto en el territorio (destrucción de infraestructuras o de la naturaleza) y la seguridad humana (por ejemplo, población herida o desplazada, violencia sexual, inseguridad alimentaria, impacto en la salud mental y en el tejido social o disrupción de los servicios básicos); b) pretende que la consecución de objetivos diferenciables de los de la violencia común y normalmente vinculados a demandas de autodeterminación y autogobierno, o aspiraciones identitarias; la oposición al sistema político, económico, social o ideológico de un Estado o a la política interna o internacional de un gobierno, lo que en ambos casos motiva la lucha por acceder o erosionar al poder; o al control de los recursos o del territorio.
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